viernes, 25 de marzo de 2011

A 34 AÑOS DEL ASESINATO DE RODOLFO WALSH



Viajó en tren desde la provincia de Buenos Aires a la capital, con un sombrero de paja, parte de su disfraz de jubilado. Llevaba una pistola calibre 22, pero su arma principal, que también llevaba encima, estaba hecha de palabras. Era una carta. Sabía perfectamente que a causa de sus palabras era que lo buscaban desde hacía años; tenía el don de hacer de sus ideas duros y reveladores escritos, siempre denunciantes del poder político y sus crímenes. Ahora, bajo la dictadura militar más sanguinaria de la historia de Argentina, continuaba persiguiendo a sus perseguidores, prácticamente solo. Planeaba enviar la carta a medios de comunicación nacionales y a corresponsales extranjeros.

Ese 25 de Marzo de 1977 la ciudad de Buenos Aires debió verse vacía, controlada, solitaria. Nada de ruido ni gentío, el silencio era el eje de hierro de la vida diaria, por más que muchos millones de argentinos lo negaran o pretendieran acostumbrarse. El año anterior, luego del violento golpe de estado, él y un pequeño grupo de periodistas y militantes habían creado ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina). Sin descanso, informaban sobre lo que nadie quería informar: las atrocidades cometidas por la dictadura. Los periódicos de la época recibían esos cables. Jamás los publicaron. Por miedo incluso a veces ni los leían, aunque en algunos medios extranjeros llegaron a divulgarse.
Su carta, esta vez, iba firmada. Con su nombre y número de documento. Entre tanta censura y omisión decidió que firmar y hacerse responsable de su texto era más necesario que nunca. Es inútil mencionar que se jugaba la vida.

Llegó a la esquina donde debía verse con un compañero de la organización guerrillera. Algo estaba mal, quizá haya visto demasiado movimiento o demasiado poco. No tardó en advertir que la cita estaba cantada, lo que significaba que su compañero había sido apresado y bajo tortura confesó donde iban a encontrarse. Uno de los represores del grupo de tareas del ejército tenía la orden de taclearlo (era ex rugbier) y capturarlo vivo. El militar no pudo taclearlo, y Rodolfo Walsh sacó su pistola, no tanto para matar sino para impedir que lo capturaran. Lo había dicho él mismo en un escrito meses atrás: ser capturado vivo significaba torturas indefinidas, delación, humillación.

Encargado de logística, jefe de información de la organización guerrillera, el escritor y periodista era uno de los objetivos más buscados (¿odiado, temido?) por los cabecillas de la dictadura. Walsh disparó y enseguida varias ráfagas de ametralladora cayeron sobre él. No se sabe si llegó vivo al siniestro centro de detención clandestino de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) o si murió en el tiroteo, lo cierto es que no sobrevivió a ese día. Al final no pudieron sacarle nada, sin contar con que antes de acudir a la cita-trampa ya había depositado en un buzón su hoy célebre “Carta Abierta de un Escritor a Junta Militar”, dirigida a los principales medios periodísticos. En ella analizaba con impresionante lucidez, anticipándose a toda investigación realizada posteriormente en democracia, los horrores que estaba viviendo la nación argentina: exponía sus infamias, su rendición al capital financiero, su deliberada entrega del estado a manos privadas, la censura, el control ideológico, el asesinato; todo estaba ahí.

La carta no fue publicada en su momento. Hoy es un documento histórico y literario. Si en estos días nos tomamos el desagradable trabajo de observar a los genocidas argentinos mientras son juzgados podremos notar, además de su rigidez, su silencio. No hablan, y es que no tienen nada que decir. Un genocida mata porque él mismo está muerto, su relación con los demás existe a través de la opresión, no puede ofrecer más que silencio, espanto, miseria.

Walsh, escritor vivo, hizo de la palabra literatura y denuncia, periodismo y poesía. Sus ideas, ideales, se siguen expresando porque están vivos y fueron dichos en voz alta. No sólo son el reflejo de un momento histórico sino de una ética personal, de un admirable estado de conciencia.

(Nota publicada el 19 de marzo en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio)

sábado, 19 de marzo de 2011

CUANDO LA VIDA ANULA AL ARTE

Si la ficción suele rechazar las historias demasiado prolijas por artificiales la vida no, porque cuando ocurren, en esa cosa con mil interpretaciones que es la realidad, basta con que seamos testigos para aceptarlas como hechos. En literatura, aunque se nos afirme que una novela o cuento están basados en hechos reales, nos sentimos con derecho a desconfiar, ya que la ficción tiene sus reglas y la realidad no las cumple, o en el caso cumple sus propias reglas.

No haré conjeturas eruditas -porque no soy erudito- sobre la alegoría como hizo Borges, ni sobre el pos modernismo y sus trampas del “todo vale” narrativo, ni voy a menospreciar las historias que cierran bien y que, hoy por hoy, están mal vistas entre escritores serios y consumados. En vez describiré una imagen y una anécdota puntual que quedaron en mi memoria durante años, tan literarias las dos, tan imitadoras del arte, que me resultaron excesivas para ser narradas en cuento o poesía.

Por solicitud de un productor amigo encargado de una película de bajo presupuesto, trabajé como extra en una breve escena que se filmó en la vieja cárcel de Caseros, en Buenos Aires. Entramos con el escaso equipo técnico al patio de la prisión, previamente desalojado de internos para que pudiéramos trabajar. Mientras el fotógrafo y el director armaban la escena los demás, distraídos, caminamos por ahí. Cada uno rumbeó por donde pudo; era una cárcel normal, con muchas rejas, puertas cerradas y poco lugar para recorrer. Nada resultó interesante, más bien tétrico, gris, deprimente. Bajé unas gradas y encontré un gorrión muerto en el piso. Tenía el piquito abierto, las alas tiesas y muy extendidas. La imagen fue tan fuerte, tan frontal y alegórica que no tuve que ponerle una sola palabra encima.

Luego de filmar las primeras escenas tuvimos un rato de descanso. No habíamos visto a nadie, salvo a los dos guardias que nos abrían y cerraban puertas (esos sí nos contaron historias insólitas de fugas y cadáveres en las cloacas desde la época de la fiebre amarilla, pero, ¿quién le tomaría la palabra a unos guardias siniestros y aburridos?). Me acerqué a una zona donde nos avisaron que los presos habían sido agrupados -encerrados, otra vez-, hasta que termináramos de filmar. Patético honor el nuestro, de no mezclarnos con los indeseables. Un preso pegó la cara a una de esas rejas entrelazadas que no dejan espacio entre un espacio y otro, apenas se le distinguían las facciones. Llamó a una ayudante de producción, la única mujer del grupo, y ella, tímida, con ganas de no ir, se acercó a la reja y hablaron brevemente. En un par de minutos volvió y le preguntamos qué le había dicho. Miró hacia otro lado, movió la cabeza, no lo dijo. No volvimos a preguntarle. Esa pequeña intriga, con más posibilidades de ser narrada que el gorrión, no me marcó tanto como la triste ave en el cemento. Sin embargo, lo que el preso había o no dicho a la productora enmudecida era una escena concreta, no cerraba, y al menos desde el punto de vista literario se le podía sacar algo. El gorrión, en cambio, estaba dicho.

Con todo, la imagen persistió en mi cabeza por años y sigue ahí. Cuando la recuerdo me genera la misma pena y soledad que me generó esa tarde de invierno, de sol frío y deprimido. ¿Puede uno impactarse por algo tan alegórico, tan directo? ¡Claro! Pero no sé si uno puede hacer un poema o una narración de eso sin caer en lo obvio o lo cursi.

La anécdota se dio en el tren, en un denso verano porteño, como todos los veranos porteños. Viajaba de Retiro a Hurlingham, barrio suburbano de Buenos Aires, disfrutando de la poca gente que había en los vagones, ubicado en un asiento para dos, yo y mi libraco, Los Siete Pilares de la Sabiduría, de T.E. Lawrence, el gran Lawrence de Arabia. Iba por la mitad y mi idea era terminarlo a lo largo del fin de semana. Me dirigía a la casa de mis primos a pasar esos dos días libres, contento y con ganas de disfrutar. Más bien, con la certeza de que iba a disfrutar.

El tren dejó atrás la Capital y cruzamos a provincia. El sol jugaba con las rápidas sombras de las salientes de las ventanas, en cada estación una brisa agradable enfrentaba al vaho caliente que nos acechaba al detenerse el tren. Pasaron vendedores ambulantes a los gritos. Cuadernos, golosinas, lápices, pilas, más baratos que nunca. Un viejo de aspecto juvenil entró al vagón sin ánimo de gritar los beneficios de las biromes que vendía, apenas las nombró a media voz, tomando el riesgo de que nadie oyera lo que a nadie importaba oir. Me pareció verlo desaparecer por el costado del ojo cuando de pronto estaba al lado mío. Levanté la vista. Sonrió sin mirarme, miraba mi libro. Exageró el tono de voz y dijo: “¡Uuuuuyy, qué libraco estás leyendo! ¿Cuál es? ¿Por dónde vas?” Con agria sonrisa le mostré el libro a la mitad. Hizo un gesto de no entender. Se rio, exagerando también la risa. “Uuuuy, suerte con eso, te falta un buen tirón! ¡No te van a alcanzar las estaciones que quedan para terminarlo, ja, ja. ¿Es bueno? ¡Más vale, con ese tamaño, ja, ja!”.

Murmuré algo sin ganas. El tipo se fue y pasó a los siguientes vagones. Un rato después sentí de nuevo su presencia junto al asiento. Levanté la vista con los párpados a la mitad, con más mal humor que soberbia. Me miró a los ojos; los suyos relampaguearon con astucia. Dijo: “Lawrence no murió en un accidente de motocicleta, como dijeron y como se ve en la película, algunos hasta insinuaron suicidio, pura falsedad, fue el Foreign Office que lo mató. Nunca habían soportado a Lawrence, él quería a los árabes y sentía que su gobierno los había traicionado a ellos y también a él. ¡Y tenía razón, el inglés!”.

El viejo se fue sin que yo llegara a abrir la boca. De abrirla no hubiera dicho nada. Lo observé alejarse con sus biromes de mala calidad. Me reí, sorprendido en mi mala fe, y admirado. Había jugado su papel de ignorante con un timing genuinamente literario: primero me dejó la impresión de que era un pesado que hablaba por hablar, y al final, después de recorrer todos los vagones, volvió para rematar su historia, sin saber si yo estaría todavía en el tren. Quise averiguar sobre él, pregunté en la estación si alguien sabía quién era el misterioso vendedor de biromes, pero nada. Los guardias y los expendedores de boleto mencionaron que había “muchos vendedores al día”, eso fue todo.

Las veces que cuento esta anécdota algunos me preguntan porqué no la hago cuento. Respondo que no puedo, ya está hecha (juro que la narro tal cual fue). ¿Será que la realidad, cuando imita al arte, lo anula y no le deja resquicios que insinúen que una situación “podría no haber ocurrido”? ¿O es que la literatura, la ficción, debe fingir un devenir y en vez de plasmar acciones llamativas las aplana para hacer creer que una fuerte dosis de incertidumbre contagia el texto, igual que la realidad y sus caprichos contagian a la vida? Quizá eso es lo que consiguen los buenos autores, crear un universo singular con leyes propias y, sobre todo, un astuto devenir.

Es posible que el viejo del tren fuera un cuentista consumado ejercitando su oficio, quién sabe. Si antes de irse hubiese dado media vuelta para decir que escribía, que leía mucho, o que el libro de Lawrence le había fascinado se habría roto el encanto. Habría aparecido no el devenir sino el costado más obvio de la vida cotidiana, el de las explicaciones, las justificaciones, que sin embargo muchas veces exigimos cuando no entendemos algo o no queremos andar con rodeos. El viejo, conciente de eso, se fue sabiendo que no era un cuento lo que había creado sino un momento literario insertado en lo real.

Releo lo que escribí arriba y me doy cuenta que, al margen de toda especulación y alertas de probables alegorías, hice lo que durante tanto tiempo tuve ganas de hacer: narrar el gorrión y el vendedor de biromes. Siento que valían la pena, a pesar de los obstáculos formales.