viernes, 22 de julio de 2011

DIFERENCIAS DE CLASES SEGÚN LA ESCALERA QUE USEMOS

En la estación de metro Tacubaya hay una anciana que pide limosna todos los días. No es la única que pide, ni en esa estación ni en cualquier otra, sobra aclarar. Lo notorio es que se ubica justo a los pies de las escaleras, que para ser exactos son dos, una “común” y otra mecánica. La mujer pide sin excepción a los que bajan por la mecánica, nunca a los que bajan a pie.

Después de un tiempo la curiosidad le ganó a mi lástima y empecé a preguntarme: ¿acaso la escalera mecánica puede de alguna manera dar la sensación de más cachet? ¿Decidir no moverse y dejar que nos lleven puede confundir tanto como para hacer creer que tenemos más plata que los que deciden utilizar las piernas? ¿O es que por tratarse de personas que quieren ser transportadas asumimos que viven mejor que los que sudan, aunque los dos hayan pagado lo mismo por un boleto de metro?

Si la mujer pidiera limosna en el umbral, antes de que los pasajeros elijan por cuál escalera bajar, vería que todos son bastante iguales. Pero al parecer la sociedad dejó establecido que cualquier pretensión de ser llevado, cargado, debe atribuirse a alguien de buen nivel económico, aunque sea pobre. La vieja pordiosera así lo cree, o al menos así lo percibe, en el caso de que no haya meditado puntualmente sobre el asunto.

Lo que no falla, al menos en el metro y al margen de la percepción, es que todas las escaleras y los caminos entre las clases conducen, en general, a un mismo resultado: nunca nadie le da un peso a la señora.

domingo, 3 de julio de 2011

DEFENSA SIN APOLOGÍA DE LOUIS-FERDINAND CÉLINE



El Estado francés no homenajeó ayer, 1 de julio, los cincuenta años de muerto de Louis-Ferdinand Céline, unos de los grandes escritores del siglo XX. Los voceros culturales alegaron que no se puede festejar a alguien que colaboró con la ocupación nazi en Francia y que fue un convencido antisemita. Se generó cierta controversia, hasta hubo gente que propuso encarar el aniversario sin festejo y destacando tanto su calidad literaria como su infame orientación ideológica. Al final no ocurrió.
La cuestión de no homenajear a Céline es un tema exclusivo del Estado francés, lo que es válido preguntarse es si se debe únicamente a los motivos que alega. No es poco adherir al nazismo, claro, pero quizá haya algo más…

Céline fue un escritor alejado de todo acartonamiento, de la academia, no lo seducían las luces de la Francia culta. Sus diatribas furiosas lo dejaron fuera de lo que legítimamente le pertenecía: ser considerado protagonista esencial de la literatura francesa del siglo pasado, incluso antes de Sartre o Camus. Pero, ¿le importaba tanto? ¿Hizo algo por ser aceptado, integrado? En verdad, no. No le interesaba, y no porque fuera humilde o cuidadoso sino porque se pasaba el tiempo recelando de todos, escribiendo, es cierto, panfletos antisemitas, incitadores al caos, pero principalmente una literatura demasiado genuina para ser compartida por la academia que, se sabe, debe controlar a un autor para recién luego explicarlo y canonizarlo. Céline no iba a comulgar con eso.

Lo que puede incomodar todavía a muchos escritores de profesión es que escribía por necesidad. Creó una prosa original y descuidada que brotó desde el sentimiento profundo; sus escritos no nacieron en base a propuestas o formalismos, su calidad literaria es a pesar de él, o camina junto a él. León Trotsky escribió un artículo sobre la fundamental novela de Céline, Viaje al fin de la Noche, pocos meses después de su publicación en 1932. Allí el revolucionario ruso dice: “Céline es un moralista. Mediante procedimientos artísticos profana paso a paso todo lo que habitualmente goza de la más alta consideración: los valores sociales bien establecidos, desde el patriotismo hasta las relaciones personales y el amor…” “…Escribe como si fuese el primero en enfrentarse con el lenguaje. Sacude de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa. Los giros gastados caen como una pelota lanzada. Por el contrario, las palabras proscritas por la estética académica o la moral resultan irremplazables para expresar la vida en su grosería y bajeza…” “…Quiere arrancar el prestigio que rodea a todo lo que lo espanta y atormenta. Para descargar su conciencia ante los horrores de la vida, este médico de los pobres necesitó nuevas reglas estilísticas. Ha resultado ser un revolucionario de la novela”.

Diferenciándose de los escritores que cultivan su imagen, Céline fue un hombre gris, del montón, que narró en Viaje al Fin de la Noche los avatares de un hombre gris, del montón, sólo que con tanta pasión, talento y sensibilidad que fue capaz de llevar sus desesperanzas tan alto como para sacudir la gran literatura. Al leer esta novela uno se siente hermanado con Ferdinand Bardamu, el protagonista; se identifica con su opacidad y falta de objetivos ya que son los que todos, más o menos, sufrimos en la vida diaria. Céline mostró como nadie lo banal y terrible de la existencia humana, el hecho simple y precario de no ir hacia ninguna parte, no sólo de no concretar los sueños sino de no tener sueños. Eso va más allá del hombre moderno, es el hombre en sí mismo.

Es lógico pensar que si lo hubiera dicho de forma más correcta o con cierto olor a tesis hubiera sido aceptado por el mundillo literario, pero lo dijo de forma bastarda, frontal, insurrecta. Y siguió diciéndolo desde su lugar de proscrito, primero por la sociedad y después a causa de su antisemitismo / fascismo. Sin duda lo que lo hizo único fue su primera pelea, con la sociedad. Si como hombre se dio por vencido frente al mundo de los poderosos, de lo establecido, de lo inevitable, que es no ser feliz, como escritor ofreció combate al hacer gritar su alma pisoteada, fea, sincera, algo que la mayoría de los escritores intentan y no logran, y lo que la mayoría de la gente, al interactuar con los demás, tratando de sobrevivir, tampoco logra. Ese es el hallazgo de Celine.

En vida, quizá el arrepentimiento público por haber sido colaboracionista lo hubiera salvado del oprobio, podría haber renegado de sus ideas, de sus odios y encauzarse hacia los valores establecidos de la posguerra, pero no le importó. Su desprolijidad y desprecio incontenible lo perdieron para siempre de las glorias literarias. Otros escritores extremos pero más formales, como Ernst Jünger, pudieron retomar la senda de las letras de bronce al rectificar -honestamente o no, quién sabe- su pasado fascista. La discusión de las personalidades de la cultura de la Francia actual respecto a Céline es digna de funcionarios públicos, de un gris sin atributos, lo contrario al gris genial de este escritor. No lo saben, pero en parte lo salvaron del tedio de un evento oficial, de retrospectivas interesadas en vista de una posteridad de mármol.

¿De estar vivo cómo hubiera reaccionado Céline frente a este dilema? Probablemente despotricando por no ser festejado, a la vez rechazando el festejo por hipócrita para luego perderse en injurias contra la humanidad. Al hablar de la guerra y de vivir o morir su personaje Bardamu dice: “Quien habla del porvenir es un cretino, lo que cuenta es el presente. Invocar a la posteridad es hacer un discurso a los gusanos”. Ese discurso es el que le acaban de negar a este autor. Da igual, lo que importa son sus futuros lectores no el Estado francés, y ellos están libres de sospecha: no tendrán inconvenientes en hermanarse con Bardamu y seguir viajando al fin de la noche por siempre, sin necesidad de fanfarrias o etiquetas.

(Nota publicada el 1 de julio en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio)