jueves, 3 de mayo de 2012

OBSESIÓN AL COSTADO DEL CAMINO



Hay obsesiones que son causa del miedo o la ansiedad. Son las peores, y las más genuinas. Hay otras, en cambio, que pueden ser resultado del aburrimiento, de una distracción momentánea, y no tienen ningún valor porque no hay sufrimiento en ellas, pero también son reales.

Me acercaba al final de un -no muy largo- viaje a Morelia. Costumbre del aburrimiento que me causan todos los viajes, siempre trato de conseguir el asiento junto a la ventana, sea avión, auto, barco. Me molesta ver películas o escuchar la música que ofrecen, inventos a medias. Creo en que si uno hace algo aburrido es mejor aburrirse, no buscar un aliciente igual de aburrido para evitar el aburrimiento que de todas maneras vamos a padecer. Por eso, desde que salimos del D.F. en uno de esos autobuses enormes, vine mirando cada detalle del costado del camino: arbustos, árboles, gente que aparecía un instante y desaparecía al siguiente, los hermosos y algo irreales lagos de Michoacán, gigantescas nubes grises que cubrían medio cielo y que no se decidieron a soltar una gota.

En las afueras de Morelia de pronto nos encontramos a la par de un camión que llevaba un extenso remolque vacío. Era una explanada de madera crujiente en la cual quedaban restos de aserrín, supongo que de la carga anterior. Sincronizados gracias a los semáforos, los dos armatostes estábamos apenas separados por un mini espacio. Observé el remolque. El aserrín se movía con cada frenazo. Parecía vivo, como un pez camuflado en el fondo del mar que se mueve, sutil, entre las corrientes. Y vi un sapo. Un sapo de verdad vivo que saltaba de un lado a otro, acercándose a los peligrosos bordes y enseguida alejándose de ellos. El animalito se movía hábilmente dentro del movimiento del camión, aunque sin dirección. Pegué la cara al vidrio, preocupado. El sapo evitaba la muerte con simples saltitos, los mismos que daba en tierra y que acá se resignificaban de la peor manera. ¿Qué hacía ahí ese sapo? ¿Cómo se había subido al remolque? ¿Estaba preocupado, tenía conciencia de que saltaba en un islote rodeado de cuatro abismos mortales?

Me preocupó que los semáforos se desincronizaran, que el camión o nosotros diéramos una vuelta en alguna esquina y perdiera de vista al sapo, que giraba sobre los mismos lugares y evitaba los bordes repitiendo un paso de baile urgente y vital. ¿Habría entendido que no tenía que acercarse a los bordes, o nomás recreaba el ritmo de sus paseos cotidianos y se brindaba al peligroso azar? En un semáforo en rojo el sapo pegó un salto preciso, estudiado, pienso, y desapareció del remolque. Rogué que su camión arrancara primero para poder ver. Se me concedió el deseo. O más bien, nuestro autobús no pudo salir tan rápido porque unos autos más adelante lo detuvieron. Vi fugazmente al sapo al costado del camino, adentrándose en unos pastos altos. Había sobrevivido. No estaba en su casa ni en su hábitat natural, debería construirse un nuevo hogar y hacerse nuevos amigos en ese espacio del cual no sabía nada pero seguiría viviendo. Miré alrededor: había casas y algunas fábricas cerca. El sapo debería pasar cerca de ellas, incluso podía morir pisoteado en el transcurso de crear su nueva vida. Es obvio que ese peligro lo había tenido siempre, en su hábitat anterior igual. Si había podido subirse a un camión nunca había vivido muy lejos del hombre, o sea que sus probabilidades de sobrevivir eran las de siempre.

El operístico coronel Kurtz, de la operística película Apocalipse Now, se nos presenta por primera vez en la película mediante una grabación. Le dan a oir su voz al capitán Willard, el tipo que debe ir a matarlo. La voz dice algo como que ve un caracol deslizándose por el filo de una navaja, deslizándose por una navaja afilada y sobreviviendo, que ese es su sueño, su pesadilla (la de Kurtz). El coronel, creo, habla de la locura de la guerra y de la vida; de enfrentarse al horror y seguir viviendo, de enfrentar a la muerte más dolorosa sin morir, de que el verdadero horror es quedarse con conciencia del horror sin poder remediarlo y ese conocimiento es la locura total, mucho peor que la muerte. En un arranque de humilde obsesión pensé en el sapo durante los siguientes minutos, y aunque no fue mi obsesión original porque no la inventé yo, pude entender lo que me trajo cierta ansiedad: un sapo que salta de un lado al otro sobre un piso que se mueve sin ir a ninguna parte, que merodea la muerte sin morir, que cae al suelo y sobrevive sin un rasguño para seguir con las mismas probabilidades que antes de ser o no ser pisado, que vive sin ningún objetivo concreto, me generó la idea quizá no de pesadilla pero sí de un sueño denso, molesto, como de mala digestión, que necesitaba descifrar.

Uní esta imagen con el caracol de Kurtz. Las diferencias eran notorias; acá no había locura, ni muerte, ni horror, sí cierto dolor y resignación. Ese sapo se erigió como símbolo de la vida cotidiana (paradójicamente para él con la vida cotidiana de los humanos, no con de los sapos), con el horror que sentimos frente a la irrevocable mediocridad de todos los días, de ir a trabajar, de convivir con otros seres igual de desprotegidos que nosotros, sin futuro, apenas con un presente frágil rodeado de abismos letales que sin embargo no matan del todo; y así continuamos dando vueltas hacia un laberinto sin centro, evitando morir. Si nos cayéramos de esta falsa estabilidad, fantaseando con que podría ser la muerte, comprobaríamos lo peor: sobrevivimos y encima continuamos nuestro camino hacia más tedio, repeticiones y ninguna sorpresa.

Ese fue mi sueño, o pesadilla humilde, pesadilla de lunes a viernes. Con tal de no ver películas comprimidas en pantallitas incrustadas en la parte de atrás de los asientos, de no escuchar música que compitiera en ruido con el motor, di con ese sapo y su karma tragicómico. Ese animalito, mi hermano, nuestro hermano, me ofreció una analogía con la vida que nadie más en esas horas de ruta me hubiera podido ofrecer. Al bajar a tierra, buscar mi mochila, pedir un taxi y calcular el tiempo que tenía hasta entrar a trabajar, imaginé que el sapo, instantes antes, habría hecho lo mismo en su nuevo barrio: prepararse para un nuevo día de actividades terrenales, inocuas, inofensivas. Pero los bordes y el abismo seguían ahí, al acecho.