sábado, 15 de junio de 2013

CHACARITA Y LA INUTILIDAD



Foto de Adri T



Tengo la costumbre, más nostálgica que morbosa, de visitar el cementerio de Chacarita cada vez que viajo a Buenos Aires. Suena a romanticismo medio rancio, pero la verdad es que voy porque tengo ganas. Hago mi peregrinaje al mausoleo de los tangueros (donde hay algunos tangueros, no todos), y después doy vueltas al azar. Estos músicos tuvieron la suerte de que les erigieran estatuas representativas y así generan atractivo. Pugliese toca su endurecido piano siempre con flores frescas entre sus dedos. Troilo su bandoneón, también con rosas entrelazadas.

El otro día decidí buscar las tumbas de los tangueros que no están en el círculo figurativo. No es fácil, el lugar es enorme y buscar con la mirada es como eso de la aguja en el pajar. De esta forma sólo encontré, hace años, alejada y entre pasillos, la de Celedonio Flores, que tiene su imagen en relieve. Y la de Alfredo Le Pera, perdida en una calle principal, muy lejos de la de Gardel, que está tan repleta de placas que no tiene espacio para ninguna más; igual la gente insiste. La estatua de El Zorzal Criollo padece flores de todo tipo y cada día le ponen dos o tres cigarrillos en su boca rígida y sonriente. Con todo, está solo en una esquina.

Quise dar con las tumbas de Discépolo y de Manzi, que según dicen están en Chacarita, en algún lugar. Para no buscar al voleo me animé a entrar donde nunca había entrado, en la administración. Una mujer, que cortaba una pera de espaldas al mostrador, me dijo que preguntara en otra parte. Fui a esa otra parte y me dijeron que preguntara en archivos. En archivos me dijeron que preguntara a los capataces, que “son los que saben” y que estaban en el edificio de al lado, un lugar semi abandonado, sin luz y bastante frío. Entrar a un sepulcro y a ese edificio debe ser casi lo mismo. Me costó encontrar a alguien, los cuartos que se veían de reojo estaban a oscuras y no parecían ser la oficina de nadie. Un hombre, supongo que un capataz, bajó por una escalera y sin detenerse comentó que no tenía idea de dónde estaban esas tumbas, ni siquiera sabía donde estaba el círculo de tangueros, que yo acababa de visitar y que es bastante famoso. Pregunté a otro capataz y me dijo que quizá estaban en el panteón de Sadaic, uno gris. Eso es igual a buscar un árbol puntual en un bosque y que te digan que tiene tronco marrón y hojas verdes. Lo busqué y no estaba donde me indicó. Un rato después lo encontré en la dirección contraria, cerrado. Músicos dedicados a la vida pública ahora estaban privatizados en un mausoleo con cadena.

Resignado y de buen ánimo seguí dando vueltas al azar. La mayoría de las tumbas se veían abandonadas, con ventanas de vidrios rotos, rejas despintadas o dobladas, con el mármol y cemento partido. Es muy poca la gente que de verdad las visita. Para una persona religiosa los muertos están en otro lado, más luminoso. Para los no creyentes están en otro lado, sospechoso de luz y tinieblas al mismo tiempo, pero para casi nadie están realmente en el cementerio.

En mi yirar di con una bóveda adornada con una notoria estatua, un inspector general de la policía. Alababan en unas placas que el tipo hubiera inventado el prontuario, la cédula de identidad y demás persecuciones por escrito. Ese tipo, pensé, sí merecía estar ahí, había dedicado su energía vital para dejar constancia del paso de la gente por este mundo. Gente indeseable según él, pero gente al fin. Todo constaba en sus archivos. De hecho, el personaje de la estatua está leyendo algo, un libro, un cuaderno, quizá un prontuario. Otra placa, sin duda encargada por sus colegas, elogiaba al inspector y medio amenazadoramente estaba firmada por “sus verdaderos amigos”.
Pasé por una tumba ya conocida y muy vistosa, la de Jorge Newbery, aviador y científico argentino, pionero y audaz. Murió mientras preparaba el que sería el primer cruce aéreo sobre los Andes. Su estatua es un hombre alado, muerto entre altos picos, rodeado de cóndores que lo miran como a un par. Lo que tiene de cursi lo tiene de emotivo.

Volví a las zonas desconocidas, de nuevo en busca de los dos grandes poetas del tango y no los encontré, nomás di con criptas abandonadas, sin mantenimiento. En algunas, antiquísimas, hasta el nombre estaba borrado. O sea, eran muertos que ya nadie recuerda; o sea, las criptas no tenían nada adentro, técnicamente hablando. La placa de una bóveda de los años veinte anunciaba, en un aullido de reclamo y con signos de admiración: ¡Se fueron todos!

Pegué la vuelta y salí a la calle, dándoles la razón a los administrativos y capataces. Ellos no sabían donde estaban esas tumbas, o quizá sí, lo importante era que estaban concientes que saberlo no cambiaba nada. En vez de explicármelo no me dieron bola. Hicieron bien, yo no lo hubiera captado de inmediato. Su negativa no era aburrimiento o desidia sino una aceptación profunda de que el cementerio, como concepto, es fallido. En teoría, existe para homenajear la memoria; en realidad, celebra el olvido. Mediante la descomposición (de la materia más que la de los cuerpos), remarca el paso del tiempo, que fluye a contramano de las vidas que transitan la tierra; vidas breves, extensas, valiosas, insípidas pero que, quieran o no, construyen una memoria cultural y social, no una fija y crepuscular como la de estas ciudades para osamentas.

Por eso las tumbas destruidas y las flores resecas, esos son los verdaderos epitafios de los muertos. Y los únicos moradores de las chacaritas del mundo son los visitantes, como yo.