sábado, 14 de diciembre de 2013

DIZQUE CRÓNICAS PORTEÑAS 1: "CUANDO MUERE EL INSTINTO NACE EL ANIMAL URBANO".

Pisadas de paloma impresas sobre el cemento de Avenida Rivadavia. (Foto Teresa Clark)



Volver a Buenos Aires me generó tantas emociones encontradas y desencontradas que, al querer escribir algo sobre la ciudad y mi reencuentro con ella, no pude más que narrar detalles aislados, parciales. A manera de ejercicio me propuse bajar al papel -o a esto que ven, que brilla y titila- alguna de las cosas que observé en el escaso tiempo que llevo acá. Para evitar la indecisión escribí sobre lo primero que me vino a la cabeza. ¿Qué fue? Palomas. Confieso que quise dar marcha atrás y buscar otro tema, pero las palomas me torcieron el brazo. Además, por algo me habrán venido a la cabeza (1).

Estoy convencido que las palomas son aves con mala suerte (que no es lo mismo que de mal agüero). Mala suerte porque al volverse tan urbanas dejaron de ser vistas como animales. Se las define como plaga, no como pájaros. Nadie las ve con simpatía sino con asco y recelo, igual que si fueran semejantes. Cínicos de corazón semiblando les siguen dando maíz en algunas plazas, manteniendo vigentes las flotas de palomas rasantes. Con su blitzkrieg emplumado suelen chocar con los peatones, lo he visto y lo he sentido en carne propia, por ejemplo en plaza Congreso. Pero aquella antigua y dura paloma de plaza, en verdad, quedó en el pasado. Hoy mutó a una nueva raza, no de paloma sino de habitante porteña. Si los zorzales, benteveos, chingolos y etc siguen su rutina instintiva de siempre, volando, haciendo nidos y cantando todo lo que pueden, las palomas no. Se mimetizaron con nosotros y la culpa es nuestra. Y no sólo por alimentarlas.

Hace algunos años, en un texto, hablé de palomas compadritas, que caminaban más que lo que volaban. En la actualidad las palomas ya casi no vuelan, y eso que la paloma es un ave que naturalmente vuela muy rápido. Ahora camina mal, en círculos, al revés, hacia uno u otro lado y hay que hacer malabares para no pisarla. Igual que la gente. El porteño, al caminar, se bandea de un lado a otro de la vereda sin motivo. Prueben y verán que es así: encaren una vereda desde el inicio yendo por un mismo carril imaginario, y se toparán con personas que los harán desviarse hacia otro lado, después vendrán otras personas que los harán desviarse de nuevo al primer carril, y así sucesivamente. Si la vereda es muy ancha y con espacio para todos de todas formas no podrán mantener su rumbo. Si lo intentan podrán hacerle lo mismo a otros, desviarlos con el riesgo de pechear a algún transeúnte en la acción o siendo pecheados ustedes. Es agotador caminar por la ciudad, la necesidad de arrebatarle al otro su carril imaginario es demasiada, una impotente lucha de poder entre ociosos perversos.

Y ojo que no me fui por las ramas al contar esto, lo hice porque justamente las palomas abrevaron de esta fuente de inseguridad y estupidez humana (o porteña, al menos) y así están, impidiéndole el paso a medio mundo. Tanto caminan que se olvidaron de cómo volar. Di con muchas palomas -y digo muchas- pisoteadas por autos; atropelladas por cruzar sin mirar el semáforo, por no volar cuando un auto les pasaba cerca, o por ir ensimismadas en sus problemas.

En mesas de bares y restaurantes a la calle vi palomas desinhibidas, hasta patoteras, picoteando restos de sándwiches y facturas al lado de otras mesas con clientes que, a la fuerza, tenían que acostumbrarse a ellas. Ya son pocos los que intentan espantarlas, puede que algunos sientan que agredir una paloma es como agredir a una persona, o quizá les de miedo que la paloma se defienda.

De noche, las palomas casi no descansan. Se las ve deambular, yendo de la vereda a la calle y de la calle a cualquier parte. Despliegan las alas y gritan sus uhs en tono de reclamo. Sufren insomnio, enfermedad humana por excelencia. “Para poder dormir hay que tener esperanza” decía Luis Ferdinand Céline. Pero aún el gran Céline se refería a los humanos. Él, que tanto amaba a los animales, ¿qué habría dicho de toparse con estos bichos trastornados?

Una amiga dijo con acierto que las palomas ya no le tienen miedo a nada. Lo peor, creo yo, es que ya no creen en nada. Se resisten a hacer lo que la naturaleza les indicaba y de pronto hasta el reino animal les resulta ajeno. Abandonaron la certeza del instinto en pos de adoptar la depresión del humano, que se obliga a sí mismo a trabajar y esclavizarse para no enfrentar el vacío, el infinito, la incertidumbre. Si uno lo piensa, estas palomas mutantes son pequeños reflejos grises de nuestras pequeñas almas grises sin esperanza. ¿Será el próximo animal que evolucione para en unos miles de años ser como nosotros? ¿Al mono no le alcanzó con transformarse en esto que somos que ahora la paloma busca lo mismo? ¿Eso es evolución?

¡Oh, Palomas! ¡Oh, humanidad!



(1) No, no voy a buscar el lado psicoanalítico del asunto. Por suerte, vivir tantos años en México me ayudó a liberarme de ese infantilismo retorcido de fingir que todo, todo significa otra cosa. Piensen que si fuera así, esto que vivimos dejaría de ser una vida simbólica para pasar a ser una miserable mentira.