sábado, 4 de julio de 2015

DOS LUGARES COMUNES SOBRE LA INFANCIA PUESTOS A CONSIDERACIÓN (O EN LA PICOTA)

(Nota originalmente publicada en La langosta Literaria)




(Dibujito hecho -nerviosamente- días antes de que naciera la pebeta...)


Es un lugar común decir que la infancia es la etapa idílica en la vida de una persona. No sólo común, también cursi. Al margen, ¿es cierto? Difícil afirmarlo ya que, sin excepción, esta frase es pronunciada únicamente por adultos, nunca por niños. Es comprensible, los chicos viven en su mundo de eterno presente, son inmortales en el juego y no tienen noción de la experiencia y el tiempo vivido como para decir boludeces en voz alta.

Los adultos (me siento como si acabara de leer El Principito y tuviera que separar al mundo en niños y adultos, pero bueno, no me queda otra) insisten con la infancia idealizada porque han perdido todo tipo de esperanza en idealizar lo que sea. En general ya no creen en el amor, menos en realizarse como individuos, el problema es que en vez de asumirlo se desquitan -entre varias otras cosas- al poner a la infancia en un pedestal, creyendo que así entenderán mejor a sus hijos cuando crezcan. No podrán, porque la esencia de la adultez consiste en aplastar las ansias y el juego.

El adulto abandona el presente para especular ociosamente sobre el pasado y el futuro. Es adoctrinado para planear cada paso, acata la orden y se enreda en los cálculos. No llega a ninguna parte, igual insiste; cada día trata de controlar más y, por ende, controla menos. Vive con permanente gusto amargo, y aunque esté desesperado nunca se rebela. Alcanza el colmo del cinismo cuando afirma que esa infamia en la que vive es la madurez.

Justo este gustito amargo es el que padres y madres se desviven por evitarle a sus hijos, el tema es que en vez de ponerse de ejemplos de lo que no hay que hacer les ensalzan la infancia mientras los preparan para ser sumisos y sometidos. La adultez es lo contrario a la madurez, que es hacerse responsable del propio destino y de la incertidumbre de existir. Pero, ¿qué padre o madre le confiesa esto a su retoño?



El otro lugar común al que quiero referirme es ese de “proteger a los niños de los horrores de este mundo”, otra frase pronunciada sólo por adultos. Los horrores existen, sí, la esclavitud, la depravación, la injuria, el asesinato, etc, pero no todas las personas tendrán la desgracia de experimentar alguna de esas atrocidades a lo largo de su existencia. Lo más común de padecer, y en verdad lo que todos padecerán alguna vez, es otra cosa, simple y cotidiana. Para ilustrar esta “cosa”, narraré una breve anécdota en la cual el que dio en el clavo del asunto fue un chico, no un adulto.

Fue durante una visita que mi tío y mis primos hicieron a mis viejos, un día cualquiera, hace treinta años. Mis primos tendrían seis y ocho años, máximo. Mi tío, orgulloso, contó que mi primo Pablo, el menor, había sido felicitado por la maestra de primer grado por no recuerdo qué destreza, si por aprender a escribir muy rápido o por algún chispazo de brillantez en aritmética. Pablo escuchaba el elogio en silencio, sin vanagloriarse. Mi otro primo, Daniel, el mayor, escuchó respetuoso el relato que ya había oído antes. Cuando mi tío terminó, dijo -muy sereno y sin ningún tipo de envidia, doy fe- que “uno es genial hasta segundo grado, después es normal”.

Tantos años pasaron y todavía recuerdo ese comentario con la potencia de un bombazo. Daniel había comprendido, siendo niño y sin tener que patentar ninguna frase hecha, lo que era la esencia de la adultez: la normalidad.

La educación que nos brindan, la cultura reinante, los valores acartonados de la sociedad, todo está diseñado para que al crecer echemos anclas en la normalidad y no nos movamos de ahí. Es decir, que nos integremos a lo que ya está dado en vez de crear algo nuevo o propio.

Al vivir y al dejar atrás la primera juventud, cuando empezamos a notar que nuestros sueños peligran o que, directamente, se disuelven en el éter del tedio cotidiano, entendemos por fin que la adultez es pura y tétrica normalidad, y que la normalidad es uno de los peores horrores de este mundo, horror que esos canallas de adultos no nos prepararon para enfrentar. Será porque la mayoría de los padres y madres practican la normalidad, y al no poder asumir el hecho de haberse dejado doblegar tratarán de guiar a sus adorados hijos por la senda de la mediocridad, donde todas las cosas “son como son” y donde “el mundo es así”.

Si de verdad deseamos que los chicos valoren su universo ideal (en el caso de que creamos que eso exista, se entiende), deberemos advertirles desde temprano que para mantener vivos sus ideales tendrán combatir la imbecilidad del mundo con todas sus fuerzas y capacidades, casi al punto del agotamiento moral; que deberán aprender qué armas utilizar para evitar que los dominados no los aplasten con sus envidias y estrechez de miras; que deberán asumir que jamás serán populares para la gran mayoría, que toma la necedad como si fuera una virtud; que, para su desgracia, esa peste de la normalidad, complaciente y castrante, se expande por los lugares que ellos más frecuentarán: universidad, trabajo, matrimonio, familia, etc, justo los lugares que sus propios padres les recomendaron que frecuentaran.

No es mi intención juzgar las buenas intenciones de las mamis y los papis, más bien me parece que lo que les quieren evitar a sus hijos no es evitable. Sin duda está bien complicado explicarle todo esto a un nene, pero si nos animamos por lo menos al crecer no vendrán a reprocharnos que les mentimos, al contrario, nos acusarán de sádicos, de hijos de puta -o las dos cosas- pero nunca de haber sido normales. Y eso es un alivio y un desafío para cualquier padre o madre que aspire a la libertad. Digo, a la anormalidad.




(NOTA: No escribo esto desde la comodidad, al revés, acabo de tener una hija y todavía estoy evaluando seriamente hasta dónde mentirle y hasta donde decirle la verdad cuando crezca. El problema es que la mentira y la verdad se miden según el parámetro de cada uno, y como mi parámetro tiende a lo normal creo que estoy bastante jodido).