… Me refiero a esos momentos en los que somos testigos de algo que sobresale en el bodrio cotidiano, algo que nos descoloca y nos agrada porque es inesperado y porque, en general, nadie nota más que nosotros. Esos momentos pueden venir con o sin moraleja, igual enseñan cosas. Por eso hay que agarrarlos con anzuelo y después narrarlos, que no caigan en el olvido.
LA HISTORIA DEL PALITO
Conocí la historia del palito durante un encuentro entre un escritor y una editora en el café de una librería. La charla venía distendida, mezcla de entusiasmo y anhelo en uno, cautela y curiosidad en otra. La hija de la editora estaba presente. Por un rato, se atajó la editora, el padre ya la viene a buscar, enseguida vamos a poder charlar tranquilos y tomarnos un café. El escritor no tuvo problemas, la nena iba y venía en busca un libro y casi no estuvo con ellos. Atenta, lúcida, no se decidía cuál llevar, había seleccionado varios buenos títulos. La editora la describió como una gran manipuladora, omitiendo decir que era un encanto, cosa que se veía. Al final pidieron los cafés, el padre tardaba.
Charlamos sobre mi libro -el escritor era yo, la editora era ella- y la literatura actual. Dije sin que se notara mi enojo que ésta me parecía ajena y acartonada. Yo sabía que, bien o mal, escribía por necesidad, al revés de muchos otros que lo hacían para figurar o conseguir algún puesto de agregado cultural. Eso no lo dije.
Pasaron los minutos, la charla se acabó, promesa mediante de leer el manuscrito. La nena volvió a la mesa, inquieta. Me echó un vistazo tratando de adivinar si podía ser un interlocutor válido. Decidió que no, pero no había nadie más. La editora pidió la cuenta y atendió su celular, era el padre que venía retrasado. Están divorciados, me explica la nena. Vino el mozo y levantó tazas y vasos mientras afuera el padre trataba de estacionar. La nena me pregunta:
- ¿Conoces la historia del palito?
No esperó la respuesta. Se apoyó de costado sobre mi pierna en total confianza y dijo sin mirarme que había un planeta donde los palitos vivían sólo para sostener muñecos, que si no lo hacían eran perseguidos por las otras cosas. Aclaró que lo único que había en ese planeta eran muñecos, palitos y otras cosas. Me mostró un palito que tenía en la mano y lo hizo esquivar -con una sola mano, la otra la mantenía detrás de la espalda- las servilletas, los sobrecitos de azúcar, incluso la bandeja que sostenía el mozo. Contó que el palito tuvo la desgracia de separarse un día de su muñeco, por distraído. Lo buscó por todos lados y no lo pudo encontrar. Muy nervioso, se dio cuenta que las otras cosas del planeta lo empezaban a perseguir, acusándolo de no querer sostener a su muñeco. Intentaron pegarle, y mientras el palito huía les gritaba asustado que no era su culpa, no encontraba a su muñeco.
La nena levantó la voz imitando el gemido de horror del palito, y movió los objetos de la mesa como si fueran las persecutorias cosas de ese planeta. Mi carpeta con el manuscrito casi obstruyó el escape del palito. La nena me miró y dijo que cuando no había más esperanza ni donde escapar -el planeta era chico como esta mesa-, el palito dobló una esquina y se topó con su muñeco perdido -señaló un ángulo de la mesa-. Los dos se reprocharon y se dijeron de todo hasta entender que se había tratado de un mero descuido. La nena miró al mozo acercándose con el vuelto en la mano. La madre se despidió, a punto de cortar la llamada. El muñeco le dijo al palito que se subiera, urgente, y se unieran de una vez, que venían las cosas para pegarle. El palito sonrió y de un salto entró en la base del muñeco. La nena sacó la mano oculta detrás de la espalda, que sostenía al muñeco, y en un movimiento hizo entrar al palito en la base.
- Así termina la historia.
Un segundo después la madre se levantó, el padre estaba abajo. El mozo se fue cargando todo. La nena se despidió llevándose el muñeco, regalo de la librería de la sección de chicos, y bajó las escaleras dedicándome un cháu apurado. Por la ventana vi al padre que la esperaba en el auto con la puerta abierta.
Seguimos hablando un rato de mi novela y de cualquier otra cosa. Ahí entendí, lento, llegando casi tan tarde como el palito al muñeco, que la nena había improvisado esa historia nomás para amenizar la llegada de la cuenta y del padre. Duró menos de un minuto su historia -lo que llevó pagar e irse-, lapso que había calculado con absoluta precisión desde el momento en que me preguntó si conocía la historia del palito. Cuando calzó el palito en el muñeco y dijo “fin”, su padre le hacía señas por la ventana.
Yo, que con vergüenza -tampoco tanta- creía que escribía por necesidad, admiré en silencio a esa nena que inventó una historia para no aburrirse en los cuarenta y cinco segundos que tenía por delante sin ningún plan programado. La madre no reparó en su relato, supuse que escucharía varios por día, dependiendo de la impaciencia de la hija, que esa tarde la usó para marear a un escritor y demostrarle que el tiempo estaba de su lado, que el placer del relato superaba lectores, escuchas, ediciones y objetivos. El aburrimiento -que constantemente nos destruye lo cotidiano o, lo que es peor, lo construye- ese día fue doblegado por una nena que supo enfrentarlo con un palito y un pedazo de muñeco. Ella, que según aclaró su mamá no tenía ninguna intención de escribir a pesar de tener madre editora y poeta, sí tenía una terca y sincera necesidad de contar historias.
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