sábado, 10 de diciembre de 2011

DIFERENCIAS CULTURALES EN LA APRECIACIÓN DE LA NEUROSIS



Cada vez que veo un cartel publicitario de “Neuróticos Anónimos”, en sus tantas sucursales del Distrito, sonrío al pensar cómo fracasaría estrepitosamente esa propuesta en Argentina de querer masificarse. Y cada vez me pregunto sobre las diferencias culturales respecto a cómo abordar ese tema en la sociedad mexicana y argentina. Aunque uno siempre generaliza al abarcar algo tan incomensurable como la sociedad de un país, las diferencias son claras.

Parecería, al menos a nivel público, que en México los neuróticos prefieren el anonimato. Para algunos (otra vez, generalizando) ocasiona la misma vergüenza que el alcoholismo, de ahí el nombre de la organización. ¿Dirán el primer día de aceptados: “hola, soy Alejandro y soy neurótico? ¿Los demás le dirán con cara de acongojados: “nosotros también y lo estamos superando”?

A pesar de que Sigmund Freud escribió que “el privilegio del ser humano es enfermar de neurosis”, en Argentina el culto a la neurosis se volvió excesivo, incluso diría retorcido, hace mucho tiempo. Los psicoanalistas reemplazaron a los curas, la neurosis reemplazó a Dios, y la salvación del alma hoy por hoy vendría a ser recibir el alta del analista, todo en pos de transformarse en un individuo cabal que enfrenta al mundo con lucidez, equilibrio y, lo más importante, según dicte su propio deseo. Ni la religión ni el psicoanálisis alcanzaron nunca semejante resultado, pero cada creyente, apoye a Dios o al psicoanálisis, persevera neciamente soñando algún día poder conseguirlo.

Igual no es a lo que me refería. Por más que quisiera, un argentino jamás podría mantener su neurosis oculta, menos anónima. Le fascina ventilarla, comentarla, personalizarla y compartirla con gente que aunque no quiera escucharlo/a lo hará porque después le tocará el turno a él/ella para desquitarse explicando su propia neurosis, cosa de dejar en claro que está tratando de “hallar su propio deseo”, “cuidar sus espacios”, “comprender su relación con el otro, la otredad”, etc, etc.

Al indagar en el origen de Neuróticos Anónimos me enteré que fue creado por un ávido empresario norteamericano (es increíble cómo los norteamericanos se enriquecen cuando unen alma y materia, no sólo materia con materia, base del capitalismo tradicional), y que de forma subrepticia en su organización al final todo termina derivando en dios , lo que vendría a ser la contracara perfecta de la neurosis pública y atea de los argentinos.

De hecho, en comparación, nos quedamos atrás. Nuestro ateísmo estándar no puede competir con un interlocutor tan importante como el todopoderoso. Sugiero dejar de lado esta falta de fe, al menos cuando se hable sobre neurosis, y acercarnos más a dios para torturarlo con nuestras insignificancias éticas y morales, ya que en teoría está obligado a escucharnos y entendernos porque somos sus hijos. Creo que eso es mejor que discutir nuestra neurosis con otro neurótico que nos escuchará sólo si después lo escuchamos a él/ella, interesado intercambio que nos deja siempre en cero.

Puede que dios no exista, puede que tanto silencio de su parte indique que su lugar está vacío, pero por lo menos es gratificante que no intente contarnos sus problemas. En el caso de que su mutismo no sea generado por respeto sino porque no existe, bueno, para nuestros fines neuróticos es irrelevante.
Lo que sí nos une con los mexicanos -y con cualquier otro país, sociedad, grupo, etnia, que padezca trastornos psicológicos-, es que nadie se cura nunca, lo que varían nomás son las formas de intentarlo. Si consideramos que a nivel social las formas y las convenciones son necesarias, entonces habrá que cuidar las formas y las convenciones, cosa de tapar lo esencial, lo profundo, eso que nunca podemos cambiar.


1 Al parecer hay reuniones de NA en Argentina, no muy a la vista. Por las dudas, aclaran en su sitio que “es un programa espiritual, no religioso, y son aceptados ateos y agnósticos”. La gente de marketing habrá sugerido mantener oculto a dios hasta que los asistentes ya estén hasta el cuello y no puedan retractarse.

viernes, 11 de noviembre de 2011

RECETAS DEL CIELO Y DEL INFIERNO

"De vuelta en la casa de Guerrero"
Teresa Clark Maauad
Acrílico y pastel sobre papel Arches
26 x 22.5 cm
Diciembre 2011


Reina nació en Acapulco, estado de Guerrero. Su vida fue terrible, aun así tuvo alegrías y luces como cualquier otra persona. Su madre y su padre simbolizaron, respectivamente, el cielo y el infierno, a pesar de que no pudo convivir mucho tiempo con ninguno. El padre se negaba a tenerla a ella y a sus hermanos en la casa. No los mandaba a la escuela, ni siquiera les compraba ropa. Decía que enviar a las hijas a la escuela es inútil porque lo único que hacen las mujeres es casarse. Pero tampoco envió a sus hijos varones a la escuela, por motivos que no aclaró. La madre de Reina, que quería mucho a todos sus hijos, no podía ir en contra de la orden de su marido. A los ocho años, Reina tuvo que irse a vivir con una mujer a la que llamaban “tía”, que no era tal sino la madre adoptiva de su madre, que cuando era niña también fue echada de la casa por su padre, el abuelo de Reina.

La “tía” adoptó a Reina enseguida y le dio lo básico: ropa, comida, la posibilidad de ir a la escuela, cariño. Reina cuenta que visitaba a su madre siempre que tenía oportunidad. Debía tener cuidado en el cuándo y cómo; los años no habían ablandado al padre, al contrario, nadie podía con su furia y sus caprichos. Por esa época unos hombres secuestraron a una hermana mayor de Reina, de trece años. Es común que en ciertos lugares el hombre primero secuestre a la mujer que elige como esposa, con o sin su consentimiento, y luego aparezca en la casa de sus padres para pedir su mano. El padre de Reina decidió no cumplir con el protocolo y no esperó a que vinieran a exigir la mano de su hija. Rápidamente reunió a sus hermanos, duros como él, buscó al secuestrador y sus compadres, mató a éstos a tiros, sin miramientos y sin muchas palabras, y al secuestrador -o dicho de forma más amable, al que iba a pedir la mano de la hija- lo dejó inválido a balazos, lo envolvió en una manta y lo enterró vivo. El joven, mientras le echaban paladas de tierra encima, rogó que por favor lo mataran. No le hicieron el favor y se asfixió lentamente.

Tiempo después se repitió la historia con una prima de Reina -Reina aclara que estos altercados son “cosa de pueblo”, no algo exclusivo a su familia-; esta vez la prima se casó con su secuestrador-prometido porque había obtenido el sí de sus padres cuando el hombre fue a pedir su mano. Pero, y esto también según las costumbres, el novio devolvió la novia a su familia al siguiente día de la boda alegando que no era virgen. La tradición dictaba que si la novia no era virgen el novio podía devolverla a su familia eximiéndose de cualquier responsabilidad. De inmediato se anulaba el casorio y la vergüenza caía sobre la familia de la mujer por no haberla celado lo suficiente. El tío de Reina, desconfiando de la palabra de su ex yerno, llevó a la hija al doctor y éste comprobó que la muchacha sí era virgen, lo cual transformó el asunto en una ofensa. El tío, junto con sus hermanos, buscó al prometido y lo mató. El padre de Reina, a su vez, decidió matarla a ella por haber oficiado de testigo de la indigna boda de la prima. Para escapar de una muerte segura Reina debió abandonar a su “tía” y se fue a vivir al D.F. Tenía quince años, desde entonces vive allí.

Por aquella época, la década del ´70, la historia de Reina y su familia se juntó con la política del Estado de Guerrero y su tragedia. El primo del padre era el mítico guerrillero Lucio Cabañas. A diferencia de la violencia caótica de su primo, Lucio se dedicó a pelear contra la injusticia cuando entendió que las palabras no alcanzaban para cambiar las cosas. Reina recuerda que Cabañas ayudaba a los pobres, la gente de Guerrero lo quería. Era escurridizo, se disfrazaba mucho, vivía escapando del Gobierno. Unos tíos de Reina se encargaban de preparar las armas para él y su gente. La casa de los tíos, que fue abandonada posteriormente (no por problemas con el ejército sino con vecinos que buscaban venganza por un asunto personal), al parecer todavía tiene en un escondite bajo tierra muchas armas que Cabañas no llegó a utilizar.

A mediados de los ´70 Reina sufrió una hepatitis muy grave, los médicos le dieron tres días de vida. Ya casada y con un hijo se fue Acapulco a que la ayudaran sus hermanos. Sobrevivió, dice, porque la trataron exclusivamente con miel de abejas virgen, que de tan sana puede curar cualquier cosa. Mientras se recuperaba mataron a Lucio Cabañas. O él se mató para no caer en manos del ejército, que lo tenía rodeado. La gente de la zona asegura que Cabañas no murió, que se fue a vivir a Cuba mediante un pacto secreto con el gobierno: interrumpir su lucha a cambio de su vida. Por eso no dejaron ver su cadáver en aquel momento, no había tal cosa.

Y también durante su convalecencia en Guerrero pasó que una noche, a causa de una discusión inútil, relativa a unos documentos que no aparecían, el padre de Reina mató a la madre a cuchillazos. Por poco no mata a otra hija que estaba presente, a la que abrió la cara de varios cortes. Luego escapó. Sus propios hermanos, que respetaban y querían mucho a su cuñada, lo buscaron por el pueblo y la selva para matarlo en venganza, o justicia. El padre los esquivó hábilmente y se escondió en el lugar que nadie pensó en revisar: el cementerio donde había sido enterrada su esposa. Quedó abrazado durante horas a su tumba, llorando. Alguien lo vio y denunció su paradero; el perseguido desapareció antes que los judiciales y su familia le cayeran encima. Nunca más fue visto por Acapulco. Años después sus hermanos se enteraron que vivía de incógnito en un pueblo en Sinaloa. Ofrecieron a sus hijos y a sus hijas ir a matarlo. La mayoría se negó, ¿de qué serviría?

Dos hermanas de Reina decidieron ir en persona a buscarlo y hablar con él. Al llegar al pueblo donde vivía se enteraron que un matrimonio del lugar le había dado asilo al padre por años, creyendo que se trataba de un pordiosero. Trabajaba juntando leña con una mula, vivía en una cabaña miserable, no hablaba con nadie. Nunca dijo una palabra de su pasado. Las hermanas preguntaron donde estaba ahora y les dijeron, con lástima, que había muerto. Un día, volviendo de juntar leña, la marea creció demasiado y ahogó a su mula. Por este hecho, insignificante según el matrimonio, al hombre le agarró tal ataque de llanto y tristeza que agonizó días y días, dejándose morir. No pudieron ayudarlo, no quiso. En el delirio lloró a su esposa muerta y a sus hijos e hijas que al parecer tanto extrañaba; ahí se enteró la pareja que el hombre tenía a alguien en el mundo, pero no pudieron sacarle un nombre ni un lugar concreto para avisar. Les indicaron a las hijas dónde estaba enterrado el padre. No dejó un solo objeto personal, ni una carta, nada, lo único que quedaba de él era una humilde tumba sin nombre.

A partir de la muerte de la madre, Reina empezó a experimentar un miedo profundo; la aterraba pensar en esa mujer que tanto había querido. No se podía explicar la causa del miedo respecto a su madre, sólo que se trataba de un miedo irracional, doloroso, injusto quizá, que no la dejaba dormir. Y tampoco quería dormir, se negaba a tener pesadillas con su madre.
En una de esas noches de terror, por un descuido, cerró los ojos. Su madre se le apareció en el sueño y le rogó que por favor no le tuviera miedo; que a manera de exorcizar el temor le prendiera cuatro velas en cuatro puntos distintos de su casa en Guerrero, le juró que así se sentiría mejor. Reina le dijo que no podía volver ahí, que unos vecinos habían jurado matarlos a todos si volvían (luego de que el padre, años antes, hubiera baleado a algunos miembros de su familia en un altercado). La madre le pidió entonces que prendiera las velas en su casa del D.F. y que rezara dos padres nuestros y dos ave marías. Reina cumplió con el pedido al pie de la letra y nunca tuvo más miedo de ella. A partir de entonces la madre empezó a visitarla en sus sueños, charlaban, se contaban intimidades. Cierta noche le prometió que le iba a hacer de comer y le cocinó una olla entera de chiles. Mientras los preparaba le detalló la receta. De a poco, en cada sueño, le fue pasando las recetas que usó cuando vivía y compartió con su hija todos sus secretos. Reina, de por sí buena cocinera, se volvió cada día, o cada noche, más experta. Hizo tan propia la cocina que pasó de ser una habilidad a un don.

Las enseñanzas y la fiel compañía de la madre no mermaron con los años. Todavía hoy la visita en las noches. La manera en que arreglaron para encontrarse es simple: cuando Reina quiere verla pide dentro de su sueño que la visite y al otro día, en el siguiente sueño, la madre aparece sin falta. Nunca la vio en ninguna otra parte que no fuera la cocina de su vieja casa de Guerrero, ahí es donde se reúnen cada vez.
Reina no tiene fotos de su madre porque cuando vivía nunca se sacó una foto, decía que terminan siempre tiradas y se negaba a tomarse una. La cara, la expresión de la madre, sólo existe hoy en la memoria de su hija porque en los sueños ella aparece siempre de espaldas, nunca de frente. “La muerte y el paso del tiempo la desfiguraron, no quiere que la vea así”, cuenta Reina.
Con los años Reina pulió sus recetas aprendidas, las hizo más precisas. Si no conoce la receta de algún plato nuevo que le gustó, por la noche, siempre por la noche, se relaja y con lucidez de madrugada se debate sobre cuáles serían sus ingredientes, cómo se habría preparado, y de a poco adivina la receta entera. A la mañana siguiente comienza a hacer pruebas hasta que el plato le salga igual, o mejor.

Reina tuvo dos hijos y una hija. Su hijo mayor, Jesús, licenciado en educación, heredó el gusto por la cocina. Ayudaba a la madre cuando cocinaba y los fines de semana, cuando estaba en la casa, no le permitía preparar nada y él se encargaba de todo para que ella pudiera descansar. Hace unos años murió en un accidente. Reina no se recupera de su pérdida, dice que su vida perdió sentido al morir Jesús y que le resulta muy difícil encontrar una motivación para seguir. Eran muy unidos, tanto que la gente que no los conocía los tomaba por una pareja.
El otro hijo vive, es enfermero. No se casó pero tiene alrededor de ocho hijos de distintas madres. Reina sólo conoce a tres.
La hija de Reina casi no pudo conocer este mundo, murió a los dos días de nacer. La noche en que nació, Reina tuvo un sueño donde su madre se le apareció sin avisar; le dijo con tristeza que debía llevarse a su nieta porque iba a sufrir mucho si vivía, que “venía malita”. La tapó con una manta blanca y se la llevó. Al otro día, cuando la niña estaba muerta, los médicos comprobaron que tenía problemas con su corazón y que no hubiera podido sobrevivir mucho más.
La hija, sin embargo, también visita a Reina en sus sueños con la edad que tendría ahora, treinta y seis años. Le dice que está con su hermano Jesús y eso tranquiliza a la madre, la pone contenta saber que sus hijos están juntos.

Finalmente, el paso del tiempo y el sufrimiento no alejaron a Reina de su arte aprendido, la cocina. Mi interés en conocer la vida de esta mujer vino a raíz de probar, de casualidad en una reunión, una comida preparada por ella. No sabía quién la había hecho; quedé tan impactado que empecé a indagar. El dueño de casa, que quiere mucho a Reina (es sólo a él a quién ella cocina por pedido), me la presentó en la misma reunión, donde estaba como invitada. Otras personas me aseguraron ahí mismo, con cierta amargura, que le habían pedido -rogado- que les cocinara, que le pagaban lo que fuera, pero que ella les dijo que prefería cocinar para la gente que conocía en persona.
Con palabras torpes y sinceras felicité a Reina por sus platos. Me agradeció con una sonrisa breve y genuina y después de charlar un rato me invitó a que pasara por la casa en la semana, que me cocinaría algo y me contaría su historia. Esa historia, que trascribí sin alterar nada, la narró con voz suave y tranquila mientras preparaba unos carnosos chiles cuaresmeños. Me detalló los ingredientes y la receta con generosa paciencia. Creo que intuyó que yo nunca la haría porque, en el fondo, la esencia de sus recetas, así como las tragedias y las alegrías de su vida, continuarían en el misterio y en la senda atemporal de los sueños cotidianos.

sábado, 10 de septiembre de 2011

CONMEMORACIÓN MACABRA

De chico, y por lo menos hasta la adolescencia, siempre que visitaba a mis abuelos seguía el mismo ritual: los saludaba, me sentaba a charlar y después me ponía a dar vueltas por el departamento. No porque fuera interesante, ni espacioso ni nada, sino por la cantidad de cosas que había dispersas por los cuartos principales; cuadros antiguos, muebles raros -mezcla de reliquias con madera vieja-, medallas, monedas alegóricas, una biblia enorme, de tapa recontradura y de letras tan góticas que empalagaban, etc. De entre tantos objetos mi preferido era una medalla tallada que representaba el hundimiento del barco inglés Lusitania. Me fascinaba que se pudiera contar una historia de forma tan precisa en dos viñetas. Varias veces le pregunté a mi abuelo sobre ella y él, cada vez, me contaba la misma historia, con parsimonia, sin molestia. Le gustaba contar historias, y supongo que le gustaba que yo preguntara.

De un lado se veía una fila de futuros pasajeros del Lusitania esperando para comprar su pasaje; el que vendía los pasajes era la misma muerte. Del otro lado se veía el barco hundiéndose. Mi abuelo decía que era una especie de conmemoración del hundimiento. Pero algo no me cerraba; era demasiado inquietante ese homenaje, no llamaba al recuerdo y la pena, más bien a un sutil horror que nada tenía de respetuoso. A los siete, ocho años yo no podía poner en palabras todo eso; hoy trato de hacerlo recordando mi lejana percepción. Seguro que mi abuelo me aclaró que era un homenaje venenoso realizado por los que hundieron el barco, no por los que lo sufrieron, aunque no lo recuerdo.




Hace un par de años me decidí y le pregunté a mi abuela si me regalaba la medalla (mi abuelo había muerto hacía años y nunca alcancé a pedírsela). Recién ahora, que tengo la medalla en casa, busqué su historia en un par de casas de numismática y en internet. La adultez, o la realidad, me dieron los motivos que de chico nunca supe, por más que la observara y memorizara durante largos minutos, horas, años.

Un alemán, Karl Goetz, acuñó esta medalla para conmemorar con humor macabro el hundimiento del Lusitania, o, según algunos, para darle coraje a su pueblo en época de guerra. Para ser exactos, lo hundió un submarino alemán U-20 con un torpedo. La medalla alega que por ser un barco contrabandista, lo que era falso. Murieron en el hundimiento aproximadamente 1200 personas, entre hombres, mujeres y niños. En la imagen de la fila que compra el pasaje fatídico hay un tipo leyendo un diario donde en la portada se lee algo así como “el peligro de los submarinos”.

El gobierno inglés, de rápidos reflejos políticos, hizo varias copias de esta medalla, alrededor de 300.000, para que circulara y la gente supiera de lo que eran capaces los alemanes: no sólo de matar sino de burlarse. Una medalla de esa camada inglesa es la que heredé. No tiene valor porque no es la original alemana (que tiene un error de fecha, dice 5 de mayo de 1915 y no 7 de mayo de 1915, verdadera fecha de hundimiento del barco, lo cual la hizo única).

Pero todo esto es información que pretende aclarar, justificar y entender un origen. Lo que en mi infancia me fascinó fue la trágica premonición que anunciaba la medalla. No podía entender porqué la gente compraba un pasaje si lo vendía la muerte. Era mi pregunta principal. ¿No olían algo raro? ¿Debían comprar el pasaje aunque lo vendiera una calavera sólo porque tenían que viajar sí o sí? ¿No podían evitarlo, tan idiotas eran los adultos? ¿Qué los poseía para viajar de todas formas? ¿Trabajo, obligaciones, "cosas importantes"?

Obvias preguntas infantiles que, sin embargo, iban más allá de cualquier sátira, hoy me doy cuenta. La guerra había comenzado en 1914, un año antes de la creación de la medalla, y aún así millones de personas seguían comprando sus pasajes a la muerte desde todos los bandos. Sabían que iban a morir pero igual marchaban a la guerra por motivos absurdos (las guerras suelen originarse por motivos absurdos, que se reconocen como absurdos una vez que las guerras terminan). Quizá ésa era la alegoría principal que insinuaba la medalla y sin que se diera cuenta su autor, una alegoría de la época. Será por eso que siempre me pareció que la figura de la muerte en la taquilla estaba sonriendo…

martes, 23 de agosto de 2011

DENUNCIE EL CONOCIMIENTO



(Anuncio expuesto en la estación de metro Balderas)

A primera vista el anuncio de la foto nos hace creer que habla de la seguridad ciudadana. Nada más lejos de eso. Léanlo una segunda vez, notarán que en verdad es un ardid de tendencia cultural y subversiva. De una manera, digamos, subliminal nos sugiere algo distinto de la seguridad. Muy distinto.
Se nos ha adoctrinado siempre que el conocimiento debe ser absorbido y luego divulgado, pero por desgracia se cumple más lo primero que lo segundo. Será que la divulgación es optativa y algunos elitistas la desdeñan, guardándose para ellos el saber, no sea cosa que éste se democratice.

Hoy las autoridades (no queda claro si del metro, la ciudad, el gobierno federal o qué, el anuncio no lo aclara) proponen destruir este concepto elitista en pos de una divulgación masiva o, más bien, de una denuncia masiva. Las letras enormes y tremendistas del cartel sugieren que el conocimiento, al ser denunciado, se divulgará mejor.

Analícenlo punto por punto: el “si ves” remite a que vivimos en una era de imágenes, o sea que se trata de ver pintura, cine, todo tipo de artes audiovisuales. El “si sabes” está relacionado con el conocimiento en sí mismo, con su esencia. Saber algo es como decir saber mucho. No por nada los grandes sabios de la humanidad proclamaron que sabían muy poco; sólo los necios se vanaglorian de saber mucho, y suele ser porque saben poco y encima no saben lo poco que saben. La palabra final “algo”, al cabo de ver y saber, es lo mismo que decir “todo”. Ser conciente de lo poco que aprendimos es insinuar humildemente que somos capaces de aprenderlo y saberlo todo.

Es verdad que el término “denuncia” -lo más grande del cartel- usualmente se aplica a la reacción frente a un agravio. Una persona denuncia a otra que la robó, la plagió, que le quitó su novia o novio. No tenía significados positivos. Hasta hoy. ¿No cambiaría el curso de la cultura universal si de saber o ver algo que valga la pena de ser compartido lo denunciemos en vez de guardárnoslo?

Imaginen que sería de la promoción de un libro, disco, pintura, etc (en especial de artistas desconocidos) si la gente empezara a denunciarlos públicamente. Un aviso pagado en el diario podría decir: “declaro por escrito que acabo de leer un libro de poesía de tal autor. Es grandioso, hizo sacudir mi espíritu aletargado y me emocionó hasta la médula. Que este hecho le conste a la sociedad.” O: “volver a escuchar Abbey Road de The Beatles me retrotrajo a mi juventud lejana pero no por ello menos libre y creativa. No puedo menos que hacer saber a la población lo que causa oír este disco. Mi denuncia es un llamado de alerta sobre esta genialidad”.

Y así sucesivamente hasta que las denuncias sean tantas que no haya más que tomar cartas en el asunto y, al menos en los ejemplos citados, la gente lea al poeta o escuche a The Beatles, aunque sea por cumplir con una obligación ciudadana hasta hoy reservada a los alcahuetes, delatores, traidores y demás lacras de la sociedad. Es cierto que así la denuncia no será secreta, y esto, sin ánimo de ofender, es la única falla del aviso: no lo especifica, incluso genera la idea de que nuestra denuncia será anónima y así no hay manera de que la gente conozca algo valioso que otra gente quiere denunciar.

Nota al pie: el cartel dice abajo: “transporte seguro”. Al principio no entendí a qué transporte se refería (tiene la imagen de un avión a pesar de que el aviso está en el metro), pero si denunciar el saber es alimentar el espíritu, entonces supongo que lo de transporte tiene que referirse al viaje interior que uno emprende en la vida, viaje que, según algunas religiones, sabios y filósofos, es un viaje al conocimiento. Conocimiento que nos hará mejores personas, más sabias, tolerantes y amorosas. Por eso: ¡DENÚNCIELO!

martes, 9 de agosto de 2011

ADOPCIONES AL ALCANCE DE LA MANO

Durante años la propaganda gubernamental nos estimuló a hacer las cosas que el gobierno no hacía. En este caso puntual me refiero a adoptar niños, animales, en fin, seres vivos en estado de desamparo absoluto. Muchos de nosotros no nos sentíamos muy lejos de una situación de desamparo absoluto, sin embargo, considerábamos las posibilidades de adoptar. Algún día.

Es posible que los tiempos duros que corren hayan hecho reflexionar al gobierno de que sus utopías, otrora enfardadas a la plebe, ya no son sustentables de ser absorbidas por ésta. No hablo de adoptar un niño/a, tarea casi imposible por la cantidad de exigencias económicas, psicológicas, morales y espirituales que la ley exige a una pareja, todo mientras los niños de la calle siguen pidiendo monedas en los semáforos, abrazando la delincuencia, prostituyéndose y demás horrores que requieren menos trámites. Tampoco me refiero a adoptar animales, siempre necesitados de cariño y atención, recordatorio permanente de todo lo que el hombre debe a la naturaleza, naturaleza que igual el hombre no deja de destruir.

No, nada de eso. Me refiero a que el gobierno aceptó que exigirle a la gente lo imposible no es justo, más si ésta no puede cumplir. Este aviso que ven abajo da paso a la nueva sociedad utópica estatal, que vivirá sin utopías y por ende podrá concretarlas todas.


Nos insta a adoptar una coladera -alcantarilla como se dice en el sur-, y para eso nadie nos exigirá una moral superior, ni plata ni un cuarto extra; podemos trabajar de sol a sol, irnos de vacaciones, incluso morirnos sin siquiera reparar en este pedazo de plancha de hierro una vez adoptada. Lo único que debemos hacer es no llenar la coladera de basura y restos de comida, aunque si lo hacemos no se quejará. Esta propuesta apunta a que seamos buenos padres adoptivos, libre de responsabilidades y en especial de paternidad.

Ayer hice una visita a la coladera que adopté. Como no sabía dónde estaba ni cuál era decidí que la primera que encontrara sería la mía. Por suerte, como la que elegí está a la vista de mi departamento, la puedo cuidar desde mi balcón. Hoy noté a la vecina de enfrente parada en el suyo, ubicado justo arriba de la coladera. Fumaba y hablaba por teléfono. Quizá ella también haya adoptado la misma coladera y quiso brindarle su amor a distancia; miraba para otro lado y estaba muy atenta a su conversación, aún así el cariño se notaba.

Otro caso de utopías prosaicas y amigables con nuestras escasas posibilidades afectivas es la adopción de parques o plazas. Hay que disponer de más dinero que el que se necesita para adoptar una coladera pero, justamente por eso, al pagarle al gobierno éste enseguida nos brinda sus jardineros que, a manera de nodrizas y nanas por contrato, velan por nuestros sitios verdes.


En la foto de arriba vemos que en este parque de camellón hay dos responsables: uno es la notaría, que imprimió su maternidad en un cartel. La otra es Angelina Jolie, que además de bella me comentan que es actriz. Angelina, de bajo perfil y más humilde que la notaría, prefirió no hacer otro cartel especial y agregó su nombre con marcador al lado del de la notaría. Verdadero amor desinteresado de madre.

En estas últimas semanas me llegó correo oficial en el cual se preparan nuevos objetivos de adopción: postes de luz, escombros, basura inorgánica para la gente que gusta de hijos tranquilos, orgánica para los que no le temen a los hijos caprichosos, alambrados, charcos de agua de lluvia, y el clásico que no muere: la adopción de un voto a favor del candidato que pueda ocasionarnos mayor daño. Por control de natalidad cívica podemos únicamente adoptar un solo voto y no puede ser público ni cantado, pero los resultados de las elecciones nos harán saber quiénes fueron nuestros hijos de y quiénes no.

Quizá este siglo que comienza genere el cambio moral que estábamos esperando, el que se adapte a -o adopte- nuestra displicente y eterna comodidad.

viernes, 22 de julio de 2011

DIFERENCIAS DE CLASES SEGÚN LA ESCALERA QUE USEMOS

En la estación de metro Tacubaya hay una anciana que pide limosna todos los días. No es la única que pide, ni en esa estación ni en cualquier otra, sobra aclarar. Lo notorio es que se ubica justo a los pies de las escaleras, que para ser exactos son dos, una “común” y otra mecánica. La mujer pide sin excepción a los que bajan por la mecánica, nunca a los que bajan a pie.

Después de un tiempo la curiosidad le ganó a mi lástima y empecé a preguntarme: ¿acaso la escalera mecánica puede de alguna manera dar la sensación de más cachet? ¿Decidir no moverse y dejar que nos lleven puede confundir tanto como para hacer creer que tenemos más plata que los que deciden utilizar las piernas? ¿O es que por tratarse de personas que quieren ser transportadas asumimos que viven mejor que los que sudan, aunque los dos hayan pagado lo mismo por un boleto de metro?

Si la mujer pidiera limosna en el umbral, antes de que los pasajeros elijan por cuál escalera bajar, vería que todos son bastante iguales. Pero al parecer la sociedad dejó establecido que cualquier pretensión de ser llevado, cargado, debe atribuirse a alguien de buen nivel económico, aunque sea pobre. La vieja pordiosera así lo cree, o al menos así lo percibe, en el caso de que no haya meditado puntualmente sobre el asunto.

Lo que no falla, al menos en el metro y al margen de la percepción, es que todas las escaleras y los caminos entre las clases conducen, en general, a un mismo resultado: nunca nadie le da un peso a la señora.

domingo, 3 de julio de 2011

DEFENSA SIN APOLOGÍA DE LOUIS-FERDINAND CÉLINE



El Estado francés no homenajeó ayer, 1 de julio, los cincuenta años de muerto de Louis-Ferdinand Céline, unos de los grandes escritores del siglo XX. Los voceros culturales alegaron que no se puede festejar a alguien que colaboró con la ocupación nazi en Francia y que fue un convencido antisemita. Se generó cierta controversia, hasta hubo gente que propuso encarar el aniversario sin festejo y destacando tanto su calidad literaria como su infame orientación ideológica. Al final no ocurrió.
La cuestión de no homenajear a Céline es un tema exclusivo del Estado francés, lo que es válido preguntarse es si se debe únicamente a los motivos que alega. No es poco adherir al nazismo, claro, pero quizá haya algo más…

Céline fue un escritor alejado de todo acartonamiento, de la academia, no lo seducían las luces de la Francia culta. Sus diatribas furiosas lo dejaron fuera de lo que legítimamente le pertenecía: ser considerado protagonista esencial de la literatura francesa del siglo pasado, incluso antes de Sartre o Camus. Pero, ¿le importaba tanto? ¿Hizo algo por ser aceptado, integrado? En verdad, no. No le interesaba, y no porque fuera humilde o cuidadoso sino porque se pasaba el tiempo recelando de todos, escribiendo, es cierto, panfletos antisemitas, incitadores al caos, pero principalmente una literatura demasiado genuina para ser compartida por la academia que, se sabe, debe controlar a un autor para recién luego explicarlo y canonizarlo. Céline no iba a comulgar con eso.

Lo que puede incomodar todavía a muchos escritores de profesión es que escribía por necesidad. Creó una prosa original y descuidada que brotó desde el sentimiento profundo; sus escritos no nacieron en base a propuestas o formalismos, su calidad literaria es a pesar de él, o camina junto a él. León Trotsky escribió un artículo sobre la fundamental novela de Céline, Viaje al fin de la Noche, pocos meses después de su publicación en 1932. Allí el revolucionario ruso dice: “Céline es un moralista. Mediante procedimientos artísticos profana paso a paso todo lo que habitualmente goza de la más alta consideración: los valores sociales bien establecidos, desde el patriotismo hasta las relaciones personales y el amor…” “…Escribe como si fuese el primero en enfrentarse con el lenguaje. Sacude de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa. Los giros gastados caen como una pelota lanzada. Por el contrario, las palabras proscritas por la estética académica o la moral resultan irremplazables para expresar la vida en su grosería y bajeza…” “…Quiere arrancar el prestigio que rodea a todo lo que lo espanta y atormenta. Para descargar su conciencia ante los horrores de la vida, este médico de los pobres necesitó nuevas reglas estilísticas. Ha resultado ser un revolucionario de la novela”.

Diferenciándose de los escritores que cultivan su imagen, Céline fue un hombre gris, del montón, que narró en Viaje al Fin de la Noche los avatares de un hombre gris, del montón, sólo que con tanta pasión, talento y sensibilidad que fue capaz de llevar sus desesperanzas tan alto como para sacudir la gran literatura. Al leer esta novela uno se siente hermanado con Ferdinand Bardamu, el protagonista; se identifica con su opacidad y falta de objetivos ya que son los que todos, más o menos, sufrimos en la vida diaria. Céline mostró como nadie lo banal y terrible de la existencia humana, el hecho simple y precario de no ir hacia ninguna parte, no sólo de no concretar los sueños sino de no tener sueños. Eso va más allá del hombre moderno, es el hombre en sí mismo.

Es lógico pensar que si lo hubiera dicho de forma más correcta o con cierto olor a tesis hubiera sido aceptado por el mundillo literario, pero lo dijo de forma bastarda, frontal, insurrecta. Y siguió diciéndolo desde su lugar de proscrito, primero por la sociedad y después a causa de su antisemitismo / fascismo. Sin duda lo que lo hizo único fue su primera pelea, con la sociedad. Si como hombre se dio por vencido frente al mundo de los poderosos, de lo establecido, de lo inevitable, que es no ser feliz, como escritor ofreció combate al hacer gritar su alma pisoteada, fea, sincera, algo que la mayoría de los escritores intentan y no logran, y lo que la mayoría de la gente, al interactuar con los demás, tratando de sobrevivir, tampoco logra. Ese es el hallazgo de Celine.

En vida, quizá el arrepentimiento público por haber sido colaboracionista lo hubiera salvado del oprobio, podría haber renegado de sus ideas, de sus odios y encauzarse hacia los valores establecidos de la posguerra, pero no le importó. Su desprolijidad y desprecio incontenible lo perdieron para siempre de las glorias literarias. Otros escritores extremos pero más formales, como Ernst Jünger, pudieron retomar la senda de las letras de bronce al rectificar -honestamente o no, quién sabe- su pasado fascista. La discusión de las personalidades de la cultura de la Francia actual respecto a Céline es digna de funcionarios públicos, de un gris sin atributos, lo contrario al gris genial de este escritor. No lo saben, pero en parte lo salvaron del tedio de un evento oficial, de retrospectivas interesadas en vista de una posteridad de mármol.

¿De estar vivo cómo hubiera reaccionado Céline frente a este dilema? Probablemente despotricando por no ser festejado, a la vez rechazando el festejo por hipócrita para luego perderse en injurias contra la humanidad. Al hablar de la guerra y de vivir o morir su personaje Bardamu dice: “Quien habla del porvenir es un cretino, lo que cuenta es el presente. Invocar a la posteridad es hacer un discurso a los gusanos”. Ese discurso es el que le acaban de negar a este autor. Da igual, lo que importa son sus futuros lectores no el Estado francés, y ellos están libres de sospecha: no tendrán inconvenientes en hermanarse con Bardamu y seguir viajando al fin de la noche por siempre, sin necesidad de fanfarrias o etiquetas.

(Nota publicada el 1 de julio en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio)

martes, 21 de junio de 2011

IRREVERENCIA EN LA CATEDRAL

Tenía que hacer tiempo para una reunión. Estaba en el centro histórico y no quise ser original, así que paseé por la plaza, miré el descuidado mapa a escala de Tenochtitlán y finalmente entré a la catedral. Atravesé la nave, di vueltas por los pasillos y rincones, todo a media luz. Siempre me pasa lo mismo: yirar por las iglesias sin ser religioso me genera cierta incomodidad, me siento un intruso, como un turista sacando fotos.

Pasaron los minutos y me di cuenta que los turistas -que eran legión- resultaron en ese contexto, con sus fotos y murmullos, tan genuinos como los que rezaban. La iglesia se adornaba con los dos.
Hice lo que nunca, me senté en uno de esos bancos largos e incómodos. Los sentados rezaban, los turistas se mantenían de pie, buscando el ángulo. Observé los miles de detalles del retablo ultra barroco y puse cara seria, como si me importara.

Una mujer detrás de mí parloteaba en voz baja con una amiga. Sin duda eran devotas pero ahora se tomaban un recreo entre rezo y rezo.
- … Y otra vez me vino con lo mismo el chamaco. Mamá, ¿por qué dios no tiene cara?
- Ah, mira. ¿Qué le dijiste?
- Por seguridad.

Me levanté, renegando de mis cuidados hipócritas, y paseé por la catedral con un desparpajo que nunca alcanzaría el nivel de respuesta de esa señora.

viernes, 25 de marzo de 2011

A 34 AÑOS DEL ASESINATO DE RODOLFO WALSH



Viajó en tren desde la provincia de Buenos Aires a la capital, con un sombrero de paja, parte de su disfraz de jubilado. Llevaba una pistola calibre 22, pero su arma principal, que también llevaba encima, estaba hecha de palabras. Era una carta. Sabía perfectamente que a causa de sus palabras era que lo buscaban desde hacía años; tenía el don de hacer de sus ideas duros y reveladores escritos, siempre denunciantes del poder político y sus crímenes. Ahora, bajo la dictadura militar más sanguinaria de la historia de Argentina, continuaba persiguiendo a sus perseguidores, prácticamente solo. Planeaba enviar la carta a medios de comunicación nacionales y a corresponsales extranjeros.

Ese 25 de Marzo de 1977 la ciudad de Buenos Aires debió verse vacía, controlada, solitaria. Nada de ruido ni gentío, el silencio era el eje de hierro de la vida diaria, por más que muchos millones de argentinos lo negaran o pretendieran acostumbrarse. El año anterior, luego del violento golpe de estado, él y un pequeño grupo de periodistas y militantes habían creado ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina). Sin descanso, informaban sobre lo que nadie quería informar: las atrocidades cometidas por la dictadura. Los periódicos de la época recibían esos cables. Jamás los publicaron. Por miedo incluso a veces ni los leían, aunque en algunos medios extranjeros llegaron a divulgarse.
Su carta, esta vez, iba firmada. Con su nombre y número de documento. Entre tanta censura y omisión decidió que firmar y hacerse responsable de su texto era más necesario que nunca. Es inútil mencionar que se jugaba la vida.

Llegó a la esquina donde debía verse con un compañero de la organización guerrillera. Algo estaba mal, quizá haya visto demasiado movimiento o demasiado poco. No tardó en advertir que la cita estaba cantada, lo que significaba que su compañero había sido apresado y bajo tortura confesó donde iban a encontrarse. Uno de los represores del grupo de tareas del ejército tenía la orden de taclearlo (era ex rugbier) y capturarlo vivo. El militar no pudo taclearlo, y Rodolfo Walsh sacó su pistola, no tanto para matar sino para impedir que lo capturaran. Lo había dicho él mismo en un escrito meses atrás: ser capturado vivo significaba torturas indefinidas, delación, humillación.

Encargado de logística, jefe de información de la organización guerrillera, el escritor y periodista era uno de los objetivos más buscados (¿odiado, temido?) por los cabecillas de la dictadura. Walsh disparó y enseguida varias ráfagas de ametralladora cayeron sobre él. No se sabe si llegó vivo al siniestro centro de detención clandestino de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) o si murió en el tiroteo, lo cierto es que no sobrevivió a ese día. Al final no pudieron sacarle nada, sin contar con que antes de acudir a la cita-trampa ya había depositado en un buzón su hoy célebre “Carta Abierta de un Escritor a Junta Militar”, dirigida a los principales medios periodísticos. En ella analizaba con impresionante lucidez, anticipándose a toda investigación realizada posteriormente en democracia, los horrores que estaba viviendo la nación argentina: exponía sus infamias, su rendición al capital financiero, su deliberada entrega del estado a manos privadas, la censura, el control ideológico, el asesinato; todo estaba ahí.

La carta no fue publicada en su momento. Hoy es un documento histórico y literario. Si en estos días nos tomamos el desagradable trabajo de observar a los genocidas argentinos mientras son juzgados podremos notar, además de su rigidez, su silencio. No hablan, y es que no tienen nada que decir. Un genocida mata porque él mismo está muerto, su relación con los demás existe a través de la opresión, no puede ofrecer más que silencio, espanto, miseria.

Walsh, escritor vivo, hizo de la palabra literatura y denuncia, periodismo y poesía. Sus ideas, ideales, se siguen expresando porque están vivos y fueron dichos en voz alta. No sólo son el reflejo de un momento histórico sino de una ética personal, de un admirable estado de conciencia.

(Nota publicada el 19 de marzo en Laberinto, suplemento cultural del diario Milenio)

sábado, 19 de marzo de 2011

CUANDO LA VIDA ANULA AL ARTE

Si la ficción suele rechazar las historias demasiado prolijas por artificiales la vida no, porque cuando ocurren, en esa cosa con mil interpretaciones que es la realidad, basta con que seamos testigos para aceptarlas como hechos. En literatura, aunque se nos afirme que una novela o cuento están basados en hechos reales, nos sentimos con derecho a desconfiar, ya que la ficción tiene sus reglas y la realidad no las cumple, o en el caso cumple sus propias reglas.

No haré conjeturas eruditas -porque no soy erudito- sobre la alegoría como hizo Borges, ni sobre el pos modernismo y sus trampas del “todo vale” narrativo, ni voy a menospreciar las historias que cierran bien y que, hoy por hoy, están mal vistas entre escritores serios y consumados. En vez describiré una imagen y una anécdota puntual que quedaron en mi memoria durante años, tan literarias las dos, tan imitadoras del arte, que me resultaron excesivas para ser narradas en cuento o poesía.

Por solicitud de un productor amigo encargado de una película de bajo presupuesto, trabajé como extra en una breve escena que se filmó en la vieja cárcel de Caseros, en Buenos Aires. Entramos con el escaso equipo técnico al patio de la prisión, previamente desalojado de internos para que pudiéramos trabajar. Mientras el fotógrafo y el director armaban la escena los demás, distraídos, caminamos por ahí. Cada uno rumbeó por donde pudo; era una cárcel normal, con muchas rejas, puertas cerradas y poco lugar para recorrer. Nada resultó interesante, más bien tétrico, gris, deprimente. Bajé unas gradas y encontré un gorrión muerto en el piso. Tenía el piquito abierto, las alas tiesas y muy extendidas. La imagen fue tan fuerte, tan frontal y alegórica que no tuve que ponerle una sola palabra encima.

Luego de filmar las primeras escenas tuvimos un rato de descanso. No habíamos visto a nadie, salvo a los dos guardias que nos abrían y cerraban puertas (esos sí nos contaron historias insólitas de fugas y cadáveres en las cloacas desde la época de la fiebre amarilla, pero, ¿quién le tomaría la palabra a unos guardias siniestros y aburridos?). Me acerqué a una zona donde nos avisaron que los presos habían sido agrupados -encerrados, otra vez-, hasta que termináramos de filmar. Patético honor el nuestro, de no mezclarnos con los indeseables. Un preso pegó la cara a una de esas rejas entrelazadas que no dejan espacio entre un espacio y otro, apenas se le distinguían las facciones. Llamó a una ayudante de producción, la única mujer del grupo, y ella, tímida, con ganas de no ir, se acercó a la reja y hablaron brevemente. En un par de minutos volvió y le preguntamos qué le había dicho. Miró hacia otro lado, movió la cabeza, no lo dijo. No volvimos a preguntarle. Esa pequeña intriga, con más posibilidades de ser narrada que el gorrión, no me marcó tanto como la triste ave en el cemento. Sin embargo, lo que el preso había o no dicho a la productora enmudecida era una escena concreta, no cerraba, y al menos desde el punto de vista literario se le podía sacar algo. El gorrión, en cambio, estaba dicho.

Con todo, la imagen persistió en mi cabeza por años y sigue ahí. Cuando la recuerdo me genera la misma pena y soledad que me generó esa tarde de invierno, de sol frío y deprimido. ¿Puede uno impactarse por algo tan alegórico, tan directo? ¡Claro! Pero no sé si uno puede hacer un poema o una narración de eso sin caer en lo obvio o lo cursi.

La anécdota se dio en el tren, en un denso verano porteño, como todos los veranos porteños. Viajaba de Retiro a Hurlingham, barrio suburbano de Buenos Aires, disfrutando de la poca gente que había en los vagones, ubicado en un asiento para dos, yo y mi libraco, Los Siete Pilares de la Sabiduría, de T.E. Lawrence, el gran Lawrence de Arabia. Iba por la mitad y mi idea era terminarlo a lo largo del fin de semana. Me dirigía a la casa de mis primos a pasar esos dos días libres, contento y con ganas de disfrutar. Más bien, con la certeza de que iba a disfrutar.

El tren dejó atrás la Capital y cruzamos a provincia. El sol jugaba con las rápidas sombras de las salientes de las ventanas, en cada estación una brisa agradable enfrentaba al vaho caliente que nos acechaba al detenerse el tren. Pasaron vendedores ambulantes a los gritos. Cuadernos, golosinas, lápices, pilas, más baratos que nunca. Un viejo de aspecto juvenil entró al vagón sin ánimo de gritar los beneficios de las biromes que vendía, apenas las nombró a media voz, tomando el riesgo de que nadie oyera lo que a nadie importaba oir. Me pareció verlo desaparecer por el costado del ojo cuando de pronto estaba al lado mío. Levanté la vista. Sonrió sin mirarme, miraba mi libro. Exageró el tono de voz y dijo: “¡Uuuuuyy, qué libraco estás leyendo! ¿Cuál es? ¿Por dónde vas?” Con agria sonrisa le mostré el libro a la mitad. Hizo un gesto de no entender. Se rio, exagerando también la risa. “Uuuuy, suerte con eso, te falta un buen tirón! ¡No te van a alcanzar las estaciones que quedan para terminarlo, ja, ja. ¿Es bueno? ¡Más vale, con ese tamaño, ja, ja!”.

Murmuré algo sin ganas. El tipo se fue y pasó a los siguientes vagones. Un rato después sentí de nuevo su presencia junto al asiento. Levanté la vista con los párpados a la mitad, con más mal humor que soberbia. Me miró a los ojos; los suyos relampaguearon con astucia. Dijo: “Lawrence no murió en un accidente de motocicleta, como dijeron y como se ve en la película, algunos hasta insinuaron suicidio, pura falsedad, fue el Foreign Office que lo mató. Nunca habían soportado a Lawrence, él quería a los árabes y sentía que su gobierno los había traicionado a ellos y también a él. ¡Y tenía razón, el inglés!”.

El viejo se fue sin que yo llegara a abrir la boca. De abrirla no hubiera dicho nada. Lo observé alejarse con sus biromes de mala calidad. Me reí, sorprendido en mi mala fe, y admirado. Había jugado su papel de ignorante con un timing genuinamente literario: primero me dejó la impresión de que era un pesado que hablaba por hablar, y al final, después de recorrer todos los vagones, volvió para rematar su historia, sin saber si yo estaría todavía en el tren. Quise averiguar sobre él, pregunté en la estación si alguien sabía quién era el misterioso vendedor de biromes, pero nada. Los guardias y los expendedores de boleto mencionaron que había “muchos vendedores al día”, eso fue todo.

Las veces que cuento esta anécdota algunos me preguntan porqué no la hago cuento. Respondo que no puedo, ya está hecha (juro que la narro tal cual fue). ¿Será que la realidad, cuando imita al arte, lo anula y no le deja resquicios que insinúen que una situación “podría no haber ocurrido”? ¿O es que la literatura, la ficción, debe fingir un devenir y en vez de plasmar acciones llamativas las aplana para hacer creer que una fuerte dosis de incertidumbre contagia el texto, igual que la realidad y sus caprichos contagian a la vida? Quizá eso es lo que consiguen los buenos autores, crear un universo singular con leyes propias y, sobre todo, un astuto devenir.

Es posible que el viejo del tren fuera un cuentista consumado ejercitando su oficio, quién sabe. Si antes de irse hubiese dado media vuelta para decir que escribía, que leía mucho, o que el libro de Lawrence le había fascinado se habría roto el encanto. Habría aparecido no el devenir sino el costado más obvio de la vida cotidiana, el de las explicaciones, las justificaciones, que sin embargo muchas veces exigimos cuando no entendemos algo o no queremos andar con rodeos. El viejo, conciente de eso, se fue sabiendo que no era un cuento lo que había creado sino un momento literario insertado en lo real.

Releo lo que escribí arriba y me doy cuenta que, al margen de toda especulación y alertas de probables alegorías, hice lo que durante tanto tiempo tuve ganas de hacer: narrar el gorrión y el vendedor de biromes. Siento que valían la pena, a pesar de los obstáculos formales.

jueves, 13 de enero de 2011

QUINTO CAPÍTULO DE "LAS AVENTURAS DE JORGE"

¡CONTINÚAN LAS SAGAS JORGEANAS!

En este capítulo el autor muere. Por eso, si hasta ahora les gustó más o menos la historieta, leerán el capítulo por morbo. Si no les gustó quizá lo lean con gusto y con la esperanza de que se suspenda de una vez. A lo que voy es que tanto seguidores como detractores pueden echarle un ojo, medio ojo o, en el caso, leerlo con los dos ojos pero con los párpados a la mitad.

(Gracias especiales a mi preciosa Tere, que me ayudó con el photoshop y con diversas habilidades plástico-cibernéticas que ella domina a la perfección y que yo ignoro, no comprendo y hasta temo).

NOTA: una vez abierta la imagen de un clic, dénle otro clic (sí, cuanta burocracia, lo sé), y verán la imagen en cinerama, como vieron en su época Ben Hur o Lawrence de Arabia.