"De vuelta en la casa de Guerrero"
Teresa Clark Maauad
Acrílico y pastel sobre papel Arches
26 x 22.5 cm
Diciembre 2011
Reina nació en Acapulco, estado de Guerrero. Su vida fue terrible, aun así tuvo alegrías y luces como cualquier otra persona. Su madre y su padre simbolizaron, respectivamente, el cielo y el infierno, a pesar de que no pudo convivir mucho tiempo con ninguno. El padre se negaba a tenerla a ella y a sus hermanos en la casa. No los mandaba a la escuela, ni siquiera les compraba ropa. Decía que enviar a las hijas a la escuela es inútil porque lo único que hacen las mujeres es casarse. Pero tampoco envió a sus hijos varones a la escuela, por motivos que no aclaró. La madre de Reina, que quería mucho a todos sus hijos, no podía ir en contra de la orden de su marido. A los ocho años, Reina tuvo que irse a vivir con una mujer a la que llamaban “tía”, que no era tal sino la madre adoptiva de su madre, que cuando era niña también fue echada de la casa por su padre, el abuelo de Reina.
La “tía” adoptó a Reina enseguida y le dio lo básico: ropa, comida, la posibilidad de ir a la escuela, cariño. Reina cuenta que visitaba a su madre siempre que tenía oportunidad. Debía tener cuidado en el cuándo y cómo; los años no habían ablandado al padre, al contrario, nadie podía con su furia y sus caprichos. Por esa época unos hombres secuestraron a una hermana mayor de Reina, de trece años. Es común que en ciertos lugares el hombre primero secuestre a la mujer que elige como esposa, con o sin su consentimiento, y luego aparezca en la casa de sus padres para pedir su mano. El padre de Reina decidió no cumplir con el protocolo y no esperó a que vinieran a exigir la mano de su hija. Rápidamente reunió a sus hermanos, duros como él, buscó al secuestrador y sus compadres, mató a éstos a tiros, sin miramientos y sin muchas palabras, y al secuestrador -o dicho de forma más amable, al que iba a pedir la mano de la hija- lo dejó inválido a balazos, lo envolvió en una manta y lo enterró vivo. El joven, mientras le echaban paladas de tierra encima, rogó que por favor lo mataran. No le hicieron el favor y se asfixió lentamente.
Tiempo después se repitió la historia con una prima de Reina -Reina aclara que estos altercados son “cosa de pueblo”, no algo exclusivo a su familia-; esta vez la prima se casó con su secuestrador-prometido porque había obtenido el sí de sus padres cuando el hombre fue a pedir su mano. Pero, y esto también según las costumbres, el novio devolvió la novia a su familia al siguiente día de la boda alegando que no era virgen. La tradición dictaba que si la novia no era virgen el novio podía devolverla a su familia eximiéndose de cualquier responsabilidad. De inmediato se anulaba el casorio y la vergüenza caía sobre la familia de la mujer por no haberla celado lo suficiente. El tío de Reina, desconfiando de la palabra de su ex yerno, llevó a la hija al doctor y éste comprobó que la muchacha sí era virgen, lo cual transformó el asunto en una ofensa. El tío, junto con sus hermanos, buscó al prometido y lo mató. El padre de Reina, a su vez, decidió matarla a ella por haber oficiado de testigo de la indigna boda de la prima. Para escapar de una muerte segura Reina debió abandonar a su “tía” y se fue a vivir al D.F. Tenía quince años, desde entonces vive allí.
Por aquella época, la década del ´70, la historia de Reina y su familia se juntó con la política del Estado de Guerrero y su tragedia. El primo del padre era el mítico guerrillero Lucio Cabañas. A diferencia de la violencia caótica de su primo, Lucio se dedicó a pelear contra la injusticia cuando entendió que las palabras no alcanzaban para cambiar las cosas. Reina recuerda que Cabañas ayudaba a los pobres, la gente de Guerrero lo quería. Era escurridizo, se disfrazaba mucho, vivía escapando del Gobierno. Unos tíos de Reina se encargaban de preparar las armas para él y su gente. La casa de los tíos, que fue abandonada posteriormente (no por problemas con el ejército sino con vecinos que buscaban venganza por un asunto personal), al parecer todavía tiene en un escondite bajo tierra muchas armas que Cabañas no llegó a utilizar.
A mediados de los ´70 Reina sufrió una hepatitis muy grave, los médicos le dieron tres días de vida. Ya casada y con un hijo se fue Acapulco a que la ayudaran sus hermanos. Sobrevivió, dice, porque la trataron exclusivamente con miel de abejas virgen, que de tan sana puede curar cualquier cosa. Mientras se recuperaba mataron a Lucio Cabañas. O él se mató para no caer en manos del ejército, que lo tenía rodeado. La gente de la zona asegura que Cabañas no murió, que se fue a vivir a Cuba mediante un pacto secreto con el gobierno: interrumpir su lucha a cambio de su vida. Por eso no dejaron ver su cadáver en aquel momento, no había tal cosa.
Y también durante su convalecencia en Guerrero pasó que una noche, a causa de una discusión inútil, relativa a unos documentos que no aparecían, el padre de Reina mató a la madre a cuchillazos. Por poco no mata a otra hija que estaba presente, a la que abrió la cara de varios cortes. Luego escapó. Sus propios hermanos, que respetaban y querían mucho a su cuñada, lo buscaron por el pueblo y la selva para matarlo en venganza, o justicia. El padre los esquivó hábilmente y se escondió en el lugar que nadie pensó en revisar: el cementerio donde había sido enterrada su esposa. Quedó abrazado durante horas a su tumba, llorando. Alguien lo vio y denunció su paradero; el perseguido desapareció antes que los judiciales y su familia le cayeran encima. Nunca más fue visto por Acapulco. Años después sus hermanos se enteraron que vivía de incógnito en un pueblo en Sinaloa. Ofrecieron a sus hijos y a sus hijas ir a matarlo. La mayoría se negó, ¿de qué serviría?
Dos hermanas de Reina decidieron ir en persona a buscarlo y hablar con él. Al llegar al pueblo donde vivía se enteraron que un matrimonio del lugar le había dado asilo al padre por años, creyendo que se trataba de un pordiosero. Trabajaba juntando leña con una mula, vivía en una cabaña miserable, no hablaba con nadie. Nunca dijo una palabra de su pasado. Las hermanas preguntaron donde estaba ahora y les dijeron, con lástima, que había muerto. Un día, volviendo de juntar leña, la marea creció demasiado y ahogó a su mula. Por este hecho, insignificante según el matrimonio, al hombre le agarró tal ataque de llanto y tristeza que agonizó días y días, dejándose morir. No pudieron ayudarlo, no quiso. En el delirio lloró a su esposa muerta y a sus hijos e hijas que al parecer tanto extrañaba; ahí se enteró la pareja que el hombre tenía a alguien en el mundo, pero no pudieron sacarle un nombre ni un lugar concreto para avisar. Les indicaron a las hijas dónde estaba enterrado el padre. No dejó un solo objeto personal, ni una carta, nada, lo único que quedaba de él era una humilde tumba sin nombre.
A partir de la muerte de la madre, Reina empezó a experimentar un miedo profundo; la aterraba pensar en esa mujer que tanto había querido. No se podía explicar la causa del miedo respecto a su madre, sólo que se trataba de un miedo irracional, doloroso, injusto quizá, que no la dejaba dormir. Y tampoco quería dormir, se negaba a tener pesadillas con su madre.
En una de esas noches de terror, por un descuido, cerró los ojos. Su madre se le apareció en el sueño y le rogó que por favor no le tuviera miedo; que a manera de exorcizar el temor le prendiera cuatro velas en cuatro puntos distintos de su casa en Guerrero, le juró que así se sentiría mejor. Reina le dijo que no podía volver ahí, que unos vecinos habían jurado matarlos a todos si volvían (luego de que el padre, años antes, hubiera baleado a algunos miembros de su familia en un altercado). La madre le pidió entonces que prendiera las velas en su casa del D.F. y que rezara dos padres nuestros y dos ave marías. Reina cumplió con el pedido al pie de la letra y nunca tuvo más miedo de ella. A partir de entonces la madre empezó a visitarla en sus sueños, charlaban, se contaban intimidades. Cierta noche le prometió que le iba a hacer de comer y le cocinó una olla entera de chiles. Mientras los preparaba le detalló la receta. De a poco, en cada sueño, le fue pasando las recetas que usó cuando vivía y compartió con su hija todos sus secretos. Reina, de por sí buena cocinera, se volvió cada día, o cada noche, más experta. Hizo tan propia la cocina que pasó de ser una habilidad a un don.
Las enseñanzas y la fiel compañía de la madre no mermaron con los años. Todavía hoy la visita en las noches. La manera en que arreglaron para encontrarse es simple: cuando Reina quiere verla pide dentro de su sueño que la visite y al otro día, en el siguiente sueño, la madre aparece sin falta. Nunca la vio en ninguna otra parte que no fuera la cocina de su vieja casa de Guerrero, ahí es donde se reúnen cada vez.
Reina no tiene fotos de su madre porque cuando vivía nunca se sacó una foto, decía que terminan siempre tiradas y se negaba a tomarse una. La cara, la expresión de la madre, sólo existe hoy en la memoria de su hija porque en los sueños ella aparece siempre de espaldas, nunca de frente. “La muerte y el paso del tiempo la desfiguraron, no quiere que la vea así”, cuenta Reina.
Con los años Reina pulió sus recetas aprendidas, las hizo más precisas. Si no conoce la receta de algún plato nuevo que le gustó, por la noche, siempre por la noche, se relaja y con lucidez de madrugada se debate sobre cuáles serían sus ingredientes, cómo se habría preparado, y de a poco adivina la receta entera. A la mañana siguiente comienza a hacer pruebas hasta que el plato le salga igual, o mejor.
Reina tuvo dos hijos y una hija. Su hijo mayor, Jesús, licenciado en educación, heredó el gusto por la cocina. Ayudaba a la madre cuando cocinaba y los fines de semana, cuando estaba en la casa, no le permitía preparar nada y él se encargaba de todo para que ella pudiera descansar. Hace unos años murió en un accidente. Reina no se recupera de su pérdida, dice que su vida perdió sentido al morir Jesús y que le resulta muy difícil encontrar una motivación para seguir. Eran muy unidos, tanto que la gente que no los conocía los tomaba por una pareja.
El otro hijo vive, es enfermero. No se casó pero tiene alrededor de ocho hijos de distintas madres. Reina sólo conoce a tres.
La hija de Reina casi no pudo conocer este mundo, murió a los dos días de nacer. La noche en que nació, Reina tuvo un sueño donde su madre se le apareció sin avisar; le dijo con tristeza que debía llevarse a su nieta porque iba a sufrir mucho si vivía, que “venía malita”. La tapó con una manta blanca y se la llevó. Al otro día, cuando la niña estaba muerta, los médicos comprobaron que tenía problemas con su corazón y que no hubiera podido sobrevivir mucho más.
La hija, sin embargo, también visita a Reina en sus sueños con la edad que tendría ahora, treinta y seis años. Le dice que está con su hermano Jesús y eso tranquiliza a la madre, la pone contenta saber que sus hijos están juntos.
Finalmente, el paso del tiempo y el sufrimiento no alejaron a Reina de su arte aprendido, la cocina. Mi interés en conocer la vida de esta mujer vino a raíz de probar, de casualidad en una reunión, una comida preparada por ella. No sabía quién la había hecho; quedé tan impactado que empecé a indagar. El dueño de casa, que quiere mucho a Reina (es sólo a él a quién ella cocina por pedido), me la presentó en la misma reunión, donde estaba como invitada. Otras personas me aseguraron ahí mismo, con cierta amargura, que le habían pedido -rogado- que les cocinara, que le pagaban lo que fuera, pero que ella les dijo que prefería cocinar para la gente que conocía en persona.
Con palabras torpes y sinceras felicité a Reina por sus platos. Me agradeció con una sonrisa breve y genuina y después de charlar un rato me invitó a que pasara por la casa en la semana, que me cocinaría algo y me contaría su historia. Esa historia, que trascribí sin alterar nada, la narró con voz suave y tranquila mientras preparaba unos carnosos chiles cuaresmeños. Me detalló los ingredientes y la receta con generosa paciencia. Creo que intuyó que yo nunca la haría porque, en el fondo, la esencia de sus recetas, así como las tragedias y las alegrías de su vida, continuarían en el misterio y en la senda atemporal de los sueños cotidianos.
3 comentarios:
Impactante, merece ser publicada!
Madeleine
Buena, la historia... e imagino que la comida habrá sido igual de buena.
Fascinante la historia. Otra vez más la realidad supera a la ficción.
Carol
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