En estos últimos años nunca dejé de caminar la avenida Corrientes, ni cuando venía de visita ni ahora, como local. Es un emblema cultural y social, sin duda. Y también, sin duda, entró en total decadencia hace décadas. Decadencia con varias etapas, porque su destrucción no fue lineal, más bien siguió los tropiezos de la sociedad argentina con sus dictaduras, democracias a medias, neoliberalismo y desidia general.
A pesar de los embates, la avenida no muere del todo; boquea, lagrimea pero se las aguanta aunque no pueda mostrar casi nada de lo que fue, como una anciano/a no puede mostrar su antigua belleza más que en fotos o en sus propias palabras. Mi generación de vez en cuando camina por Corrientes porque la remite a lo vivido y a lo no vivido. Anhela lo que no vivió y recuerda lo que vivió. A las nuevas generaciones supongo que les da igual, Corrientes es un mito demasiado viejo o demasiado descuidado para ellas. No pueden conectar ni remotamente con la idealizada cultura porteña de antes, esa “mezcla milagrosa” de literatura, filosofía (cara y barata), tampoco con las ansias de conocer y avanzar hacia alguna parte entre la melancolía y la angustia de vivir.
Vale aclarar que ningún porteño avanzó nunca hacia ninguna parte -es nuestro sello, siempre fuimos estáticos y desconfiados-, aunque yo creo que el sueño o la intención de hacerlo fue el motor de mucha buena literatura y tangos perdurables. Hoy el porteño sigue igual, creyendo que merece un destino (muchos remarcan que uno “mejor”), el tema es que lo sufre despojado de toda poesía y sensibilidad. De ser un perdedor en los hechos y un cultor del sentimiento pasó a ser un quejoso solemne que se toma demasiado en serio y no crea absolutamente nada (1).
Nuestro existencialismo clásico no era gran cosa, pero por lo menos coqueteaba con la nada en una desaparición mutua, en un suicidio en conjunto como una parejita de amantes ingenuos y desesperados. Esta ciudad cerrada y provinciana, esta heredada cultura europea -que en el fondo despreciábamos- nos hacía trampas y nos detenía. La nostalgia de sabernos estancados frente a un río disfrazado de mar generó una respuesta literaria y sobre todo existencial, resultado de estar inmersos en una parálisis que nosotros mismos nos inventamos (2).
El problema es que sin conciencia del sufrimiento que genera vivir, la vida se vuelve tan vacía como una botella de gaseosa tirada en la calle, sin tapita.
Esta época obliga a negar la incertidumbre y la angustia, y eso no es un asunto local, claro, el mundo está así, pero en cada lugar pega de forma distinta. Acá consiguió matar nuestro fracaso de siempre, el que alguna vez pudimos enfrentar con creatividad, y que ahora debemos negar en pos de la queja y del materialismo más necio y bastardo.
Hoy camino la avenida Corrientes distraído, en el mejor de los casos con una leve tristeza, sin melancolía. Hace poco entré a un café que frecuentaba en otras épocas. No había casi nadie, eran las cuatro de la tarde de un día de semana. Solía ir siempre con un libro y hacía durar mi café un buen rato, por lo menos cincuenta, sesenta páginas. Esta vez no llevaba nada, entré como un vulgar turista y observé las mismas paredes, los mismos adornos, las campanas de vidrio para tapar medialunas y sándwiches, y la cajera que toda la vida miró con recelo a los que desviaban la mirada hacia el otro lado del mostrador, justo donde estaba ella.
Sin embargo no podía conectar todo esto, tan visto y tan vivido, con mi pasado. Era como que mi pasado idealizado se reencontraba con mi pasado real y no hacían ningún tipo de conexión, nomás se miraban los dos como extraños, sin gestos de reconocimiento. Me deprimió (aunque no tanto para levantarme, no voy a exagerar).
Un mozo vino directo hacia mi mesa, me saludó y me preguntó cómo estaba. Lo miré con los ojos, creo, muy abiertos. El tipo, era evidente, me confundía con otro; había en su tono algo de esa amabilidad profesional de mozo con experiencia, que sonríe de forma cabal pero sin evidenciar sentimiento, y a la vez mostraba una cordialidad real hacia el tipo que pensaba que yo era.
Le dije que estaba bien y sonreí, con un poco de vergüenza por mentir. El mozo asintió. La confusión no fue tanta como para que el tipo me preguntara: “¿Le sirvo lo de siempre?”, eso hubiera dado para la risa y ni el mismo mozo estaba seguro si ése yo efectivamente era yo. Le pedí un cortado.
No me alegré por la confusión, sí me alivió por ser parte del verdadero y actual anonimato de la avenida Corrientes, que ya no tiene habitués ni propuestas propias pero que, al parecer, simula tenerlos. No invoca talentos, poesías ni personajes exuberantes, apenas se atreve, acorde a la época, a invocar fantasmas de carne y hueso que como saben que ya nunca serán lo que eran todavía son capaces, por vergüenza, por nostalgia, de fingir que lo son.
(1) Pienso que el “gran fracaso argentino” es una fantasía autoimpuesta que usamos como excusa para justificar cualquier cosa. La gran pasión nacional es, como bien señaló Borges, el culto a la amistad que -diga lo que se diga- es tangible, concreta, evidente; quizá por eso nos burlamos de ella.
(2) “Vagos con halagos de bohemia mundanal. Pobres, sin más cobres que el anhelo de triunfar, ablandan el camino de la espera con la sangre toda llena de cortados, en la mesa de algún bar.” Versos del tango Tristezas de la Calle Corrientes, letra de Homero Expósito, música de Domingo Federico, 1942.
Avenida Corrientes en los años treinta (Foto: autor anónimo
o eventualmente dejado de citar).
Nada. Decidí no poner una foto de la Corrientes actual
porque sería un recurso fácil.
No se ve fea pero las comparaciones, además de odiosas, son tramposas.
No se ve fea pero las comparaciones, además de odiosas, son tramposas.
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