Es un poco solemne esta entrada, es cierto. Pasó que hace el
otro día hablábamos con un amigo del trabajo y del espanto que implica
trabajar, y nos dimos cuenta que cuando éramos jóvenes -o más jóvenes que
ahora, no quiero sepultarme todavía- hablábamos constantemente del amor y de la
muerte, jamás del trabajo. No entendíamos nada ni de una cosa ni de otra, claro.
Hoy, veinte años después, seguimos sin entender, por eso hablamos del trabajo,
cosa horrible que por desgracia cualquiera entiende. Eso es la madurez, me
dicen (me dicen los que trabajan, los otros me miran sin decir nada).
(1) Para los amigos mexicanos que tienen la suerte
de no conocer al execrable conductor
de televisión argentino Marcelo Tinelli,
les comento que vendría a ser una especie de Adal Ramones.
No hace lo mismo que
Ramones pero el resultado mediático es parecido y, como ustedes saben,
al
llegar a ese punto toda la mierda se parece.
Saber que vamos a morir es una de las cosas que más nos
domina, nos acongoja, nos cuestiona. Incluso a los que no les importa morir la
muerte los rige, porque es en base a lo finito de la existencia que deciden que
no les importa. La única certeza, después de haber vivido, es la muerte. Y la
muerte, de las dos certezas rimbombantes de esta tierra, es la que no conocemos
íntimamente, o que no experimentamos en iguales condiciones que la vida, o sea,
con cierta conciencia y a lo largo de cierta línea temporal. La muerte se traga
el tiempo -el nuestro, al menos-, y de que es un límite puro y duro no hay duda,
pero qué es en sí misma nadie sabe y los que lo saben ya no pueden expresarlo,
cosa que nos genera mucho resentimiento. ¡Qué silencio tan despectivo y soberbio
nos dedicaron siempre los muertos!
ESTAR Y NO ESTAR
Pero si no sabemos qué es la muerte sí sabemos lo que es no
estar. No estábamos antes de nacer y no estaremos después de morir. Borges, que
hablaba mucho de dios como figura literaria aunque nadie cree que apostara dos
mangos a su posible existencia, cita en una de sus charlas a Lucrecio y su De
Rerum Natura, en la que Lucrecio dice que había tiempo infinito antes de que
uno naciera y habrá tiempo infinito después de que uno muera, así que, ¿para
qué afligirse de no estar?
El asunto es que no estar es una acción que nadie
sabe cuánto dura exactamente. Sabemos que la muerte dura para siempre, pero
nuestra idea de para siempre es meramente formal, en el fondo no entendemos
nada del asunto. Nos la pasamos estando y no estando en un universo hueco,
doblado, chanfleado, sin dominar el menor movimiento en el caótico juego de ir
y venir. Ir y venir hacia dónde, menos lo sabemos. Quizá por eso parece que
nuestra existencia es estática. Es muy posible que lo sea, pero, ¿quién lo
admite?
Para engañar a los demás muchas veces decimos, con el pecho inflamado
como gallitos, que “le damos para adelante”, cuando no hay adelante
comprobable, ni de este lado ni del otro. También se dice que los muertos están
bajo tierra, como manera de indicar otro espacio a habitar, cuando los muertos
no están abajo ni arriba de nada. O sea que nos seguimos equivocando con las dimensiones,
y eso que de alguna manera las descubrimos hace rato. ¿Cómo vamos a filosofar
sobre el tiempo y la muerte si no dominamos ni las escasas dimensiones ya
inventadas?
REENCARNACIÓN, TRANSMIGRACIÓN, VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE… FORZADAS
MANERAS DE NO MORIRSE NUNCA.
Lo dramático es que cuando nacemos ya estamos vivos, y a
partir de este desliz involuntario adquirimos erróneas ideas del infinito.
Intuimos, o nos enseñan, que el universo es infinito y nos agarramos de eso
para creer que nosotros, con un poquito de ayuda, también podríamos serlo.
Asumir que somos chiquitos y finitos duele, incomoda. Pero, ¿hace falta creer
en la vida después de la muerte? Eso es agenciarse un infinito propio,
mezquino, territorial, como pagarse un lote en un cementerio privado con
anticipación (aunque esto sí sabemos que existirá por más que ya no estemos
para verlo, gracias al poder del dinero, capaz de trascender las barreras de la
muerte o, en su defecto, de la propiedad). Parece que en estos miles y miles de
años lo único que se nos ocurrió para contrarrestar la desaparición fueron
dioses, religiones y coartadas inverosímiles, todo por miedo a no estar (otra
vez cito al ateo de avanzada Lucrecio, que nos dicta que ya antes no estuvimos
y no dolió).
La reencarnación, transmigración y mitos por el estilo
suenan entretenidos y tranquilizan pero parecen ejercicios literarios
inventados por gente que no leía mucho. La otra inmortalidad, la religiosa, la
de la vida después de la muerte en forma de ángel, esa menos tendría que
existir porque, a menos que se considere que somos capaces de evolucionar a
partir de ser recibidos por el señor, la señora, los señores, o algún ser
superior (superior a qué nunca se aclara en los sagrados textos promocionales),
seguiríamos siendo los mismos ignorantes que fuimos en vida sólo que ahora
medio fantasmales y con el infinito –o la nada- a nuestra caprichosa
disposición.
Sí, nos reencontraríamos con los seres queridos que perdimos, con
nuestros animalitos adoptivos, gatos, perros del pasado, ¿y después qué? Nos
quedaríamos igual que antes, haciendo nada con todo el tiempo del mundo, nos
volveríamos a aburrir junto a nuestros seres queridos como nos pasaba en vida,
ellos igual con nosotros, y la ignorancia, que suponíamos se tenía que acabar
con la vida finita, vendría para quedarse con nosotros por toda la eternidad.
¿Cómo osaríamos enfrentar a la eternidad con las dos o tres ideas elementales aprendidas
durante la breve existencia carnal? ¿Tan soberbios podemos ser? Parece que sí.
A veces la soberbia no duele, como el no estar de Lucrecio.
LA ETERNIDAD, DEMASIADA MUJER PARA UNO.
Si fuésemos capaces de vivir eternamente (da igual si es en
este lado o el otro, en carne o en espíritu) todo sería todavía más insoportable
porque no estamos hechos para durar tanto, no nos da el cuero, ni humana ni
intelectualmente. ¿Cómo manejar lo que no termina si todo lo que hacemos tiene
fecha de caducidad, incluidas nuestras esperanzas? El aburrimiento humano
existe porque sabemos que en algún momento se acaba, si no, no podríamos
aburrirnos, sería una paradoja en el universo del no-final. Entretenerse y
aburrirse sería lo primero que la inmortalidad borraría del mapa, después el
amor y el deseo. Quizá los bancos, la plata y los cheques quedarían en pie
durante una buena pila de eones, por costumbre y practicidad de uso.
Seamos sinceros, las propuestas de vida eterna son propuestas
de mentes finitas. Lo cierto es que somos y ya no seremos, igual que los que
vendrán y los otros que vendrán. Sin esta dramática certeza, ¿cómo haríamos
para levantarnos cada día? ¿Cómo haríamos para amar a nuestra pareja? ¿Cómo
crearíamos, cómo descubriríamos cosas? Si nos supiéramos inmortales no tendría
sentido amar, ni crear ni buscar, alcanzaría con sentarse a esperar, total, el
infinito nos traería todo eso algún día hasta nuestra puerta, nomás porque
daríamos con él una y otra vez hasta doblegarlo. Las posibilidades de todo serían
infinitas, menos la de ejercitar nuestra inteligencia, adormecida por la falta
de límites concretos.
Yo creo que si fuésemos inmortales continuaríamos,
incluso hoy, siendo auténticos monos, eslabones perdidos sin evolucionar. ¿Para
qué evolucionar si vamos a estar siempre? Lo finito es la única, triste y
estimulante certeza para nosotros, aunque quizá sea tan misterioso algo que se
termina como algo que continúa…
Por eso dios (ah, va con mayúsculas) es tan difícil de
representar hasta en la cabeza de sus más devotos seguidores; es un personaje
que no desea, no busca, ni siquiera sabe aburrirse. ¿Qué confianza nos puede
dar? ¿Qué emociones puede ostentar que lo hagan un ente carismático y no un
gerente-dictador de todas las cosas, desde siempre, por siempre, para todos y para
todas?
Tanto absoluto lo deja cuasi inválido a nuestros ojos, y me refiero a
nuestros ojos creyentes, no a nuestros ojos ateos. Si pudiéramos abarcar el
infinito no habría dios, sólo tiempo, espacio, luego no-tiempo y no-espacio.
Por desgracia, aunque somos incapaces de abarcar el infinito, igual no hay
dios, al pobre le queda grande (¿o chico?) tanto espacio vacío. Dicen que está
en todas partes y en todos lados, que es lo mismo que decir que está ausente y nunca
estuvo. Y si domina el tiempo domina la nada y domina el nunca, o sea que no
existe (esto no es un sofisma, es pura lógica).
SÓLO SE VIVE UNA SOLA VEZ (Y MAL)
Genera vértigo darnos cuenta que todo lo que nos rodea en
nuestra vida es trivial, y a la vez esencial, porque es lo único que nos tocó
vivir. Marea darse cuenta que hay misterio por todas partes, y marea peor darse
cuenta que hay tedio por todas partes. Sin embargo, lo que uno vive es
extraordinariamente singular, por más que se parezca a otras millones de vidas,
porque nadie más se aburrió, amó, hizo trámites y se angustió igual que uno,
que es único aunque sea insignificante, porque uno es uno mismo y nadie más
puede ser uno si no es uno mismo. Somos la unidad absoluta dentro de la
intrascendencia absoluta. Lo irrepetible dentro de la mediocridad irrepetible.
Estoy convencido que por saber que vamos a desaparecer
irremediablemente -como antes tuvimos que vivir irremediablemente- podemos
quejarnos con toda justicia del dramatismo real y concreto que es saberse
finito. Y no sublime y finito, no, necio y finito. Aun así, la muerte tiene
algo bueno: si no estuviera marcándonos el paso a cada minuto, recordándonos el
fin de todo, no podríamos vivir la vida con la intensidad que no queremos
ponerle y que le ponemos igual. Hasta las vidas más chatas y apagadas tienen
intensidad, no porque en esas vidas pase algo interesante, sino porque
justamente no pasa nada, y que no pase nada significa malgastar la vida, que es
única, y eso de por sí es intenso; es vivir sabiendo que se degrada lo más
preciado que uno posee, aunque la gente aburrida lo niegue y haga de la rutina
una idea distorsionada del infinito, simulando eternizarse por medio de la
repetición.
Bueno, creo que en este texto demasiado largo (pero finito,
al fin) aclaré cosas importantes, reveladoras y eché luz sobre lo negro, cosa que
por desgracia da lo mismo porque el negro se traga la luz, pero bueh, todo no
se puede. Además, recuerden que todo es lo mismo que nada. Ahora interrumpo
porque tengo que ir a pagar la luz y el gas al banco y después al supermercado,
todas actividades ultrafinitas que me distraerán de la eternidad que me espera en
algún punto del futuro y que me dejará demasiado mudo para contarles a ustedes
cómo se siente la nada en el cuerpo que ya no tendré. Cuando llegue el momento
resentirán mi silencio burlón, ya verán…
1 comentario:
Tiene eso de lo sublime en la tradición, el temor reverente
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