lunes, 15 de enero de 2018

PARA TODAS LAS MADRES DEL MUNDO

(Nota publicada originalmente en La Jornada Semanal)

Ignaz Philipp Semmelweis


Semmelweis, la tesis de medicina de Louis-Ferdinand Céline, fue publicada por primera vez en 1924. Llama la atención que no cumple con ninguna exigencia académica ni científica y que describe la singularidad de un espíritu maldito con una prosa descaradamente literaria. Sin duda que Philippe Ignace Semmelweis califica como maldito: fue intenso, genial, caprichoso, rebosante de vida, dolor y muerte (a la que, como doctor, persiguió con tenacidad mientras que como hombre la ignoró y se dejó llevar por ella antes de tiempo). Céline lo narra como un personaje romántico de la literatura del siglo diecinueve, evade el aburrido estilo de las tesis clásicas y logra un texto inspirado y emotivo. Podemos imaginar a sus tutores recibiéndolo ¿con perplejidad, con gusto? No sabemos qué ocurrió pero más que la bienvenida al mundo de la medicina se la deberían haber dado al universo de la literatura.

Semmelweis descubrió que la fiebre puerperal en las parturientas podía evitarse casi por completo si los médicos se aplicaban una efectiva lavada de manos antes de atender un parto (solían diseccionar cadáveres y luego pasar directo a maternidad sin siquiera limpiarse en el delantal). Las cifras de mortandad de las madres en hospitales eran devastadoras. Semmelweis probó que su teoría era correcta y que con una asepsia básica se salvarían muchísimas vidas. Y sí, suena simple, hasta fácil, pero sus colegas (salvo unos pocos defensores incondicionales) lo rechazaron con furia. El resultado estaba a la vista y nadie quiso verlo. La tragedia de Semmelweis fue, en pocas palabras, tener que lidiar con la desidia y el egoísmo de sus pares, a tal punto que esa batalla imposible lo llevaría a la muerte. Como pasa con muchos genios de la historia, ganó la guerra cuando todos, genio y enemigos por igual, ya estaban muertos.

La exaltación que hace Céline del desdichado médico húngaro funciona como una diatriba contra la estupidez humana y, quizá por única vez en sus textos, a favor de su inventiva y generosidad. Semmelweis vendría a representar lo mejor de nosotros: las ansias de aprender, de ayudar, de llegar a un absoluto que no nos condene ni nos destruya. Céline elogia menos la investigación que el talento, deja de lado a la academia y alaba a la calle y a la infancia como fuente de sabiduría: “… (A Philippe) no le gustaba la escuela, una aversión que tenía desesperado a su padre. Amaba la calle. Más aún que nosotros, los niños tienen una vida superficial y profunda. Su vida superficial es muy simple, se resuelve en unas cuantas disciplinas, pero la vida profunda de cualquier niño es la difícil armonía de un mundo que se crea. El niño debe introducir en este mundo, día tras día, todas las tristezas y todas las bellezas de la Tierra. Tal es el inmenso trabajo de su vida interior. ¿Qué pueden hacer los maestros y su saber por esta gestación espiritual, por este segundo nacimiento, donde todo es misterio? Prácticamente nada. El ser que llega a la conciencia tiene por maestro principal al Azar. El Azar es la calle. La calle diversa y múltiple hasta el infinito en verdades, más simple que los libros. ¿Qué se hace en la calle, por lo general? Se sueña. Se sueña en cosas más o menos precisas, se deja uno llevar por sus ambiciones, por sus rencores, por su pasado. Es uno de los lugares más reflexivos de nuestra época, es nuestro santuario moderno, la Calle.”

La obsesión de Semmelweis por saber qué era lo que mataba a las parturientas luego de dar a luz se confunde, por momentos, con la búsqueda de una verdad poética. Las madres fallecidas le taladraban la conciencia como almas en pena. Los necios y envidiosos médicos del hospital de Viena no avalaron su hallazgo sólo por no reconocer que estaban equivocados. Semmelweis los atacó con todas sus fuerzas, acusándolos de hipócritas y asesinos. “Quería hacerlos pedazos. No se hace pedazos a nadie. Quiso echar abajo todas las puertas que se rebelaron contra él, y se hizo crueles heridas.” apunta Céline. Cargar con la verdad es como cargar con la muerte. Sólo el futuro lavará los prejuicios y recién ahí bebés y madres serán salvados, pero hoy no, hoy todos deben morir, parece entender, de la peor manera, Semmelweis. Él descubrió cómo preservar la vida, el mayor homenaje que un idealista puede hacerle a la humanidad.
A su vez, Céline -y acá es donde los dos chocan, se hacen uno y nos llevan a la inevitable comparación- encontrará la forma de renovar la literatura del siglo veinte. Cuando Semmelweis se suicida, cortándose con un escalpelo y metiendo el brazo herido en el tejido de un cadáver para infectarse a sí mismo[1], se cierra el personaje romántico y se abre un interrogante estético en Céline que, años después, cuando publique Viaje al Fin de la Noche, lo llevará a cuestionar la literatura de su época, tal cual el húngaro lo hizo con la medicina. Céline se identifica con Semmelweis más como artista que como científico.

Si Semmelweis descubrió lo que significaba meter las manos en un cadáver descompuesto antes de asistir a un parto, Celine descubrió lo que significaba meter las manos en la literatura anquilosada de su tiempo: nada menos que toparse con una infección de libros y autores que ya no tenían vigencia literaria y que curó con una literatura ruidosamente viva y revolucionaria. Claro que, al igual que Semmelweis, lo terminaría pagando caro en vida y en carne propia. Pero acaso no sea ese, siempre, el costo que paga un verdadero revolucionario.






[1] Hoy se considera una leyenda esta forma de suicidio de Semmelweis, pero la aceptada no es menos terrible: fue internado por loco en un psiquiátrico y al querer escapar fue golpeado salvajemente por los guardias, lo que le causó la muerte.