Ignaz Philipp Semmelweis
Semmelweis, la
tesis de medicina de Louis-Ferdinand Céline, fue publicada por primera vez en
1924. Llama la atención que no cumple con ninguna exigencia académica ni científica
y que describe la singularidad de un espíritu maldito con una prosa
descaradamente literaria. Sin duda que Philippe Ignace Semmelweis califica como
maldito: fue intenso, genial, caprichoso, rebosante de vida, dolor y muerte (a
la que, como doctor, persiguió con tenacidad mientras que como hombre la ignoró
y se dejó llevar por ella antes de tiempo). Céline lo narra como un personaje
romántico de la literatura del siglo diecinueve, evade el aburrido estilo de las
tesis clásicas y logra un texto inspirado y emotivo. Podemos imaginar a sus tutores
recibiéndolo ¿con perplejidad, con gusto? No sabemos qué ocurrió pero más que la
bienvenida al mundo de la medicina se la deberían haber dado al universo de la literatura.
Semmelweis descubrió que la fiebre puerperal en las
parturientas podía evitarse casi por completo si los médicos se aplicaban una
efectiva lavada de manos antes de atender un parto (solían diseccionar
cadáveres y luego pasar directo a maternidad sin siquiera limpiarse en el
delantal). Las cifras de mortandad de las madres en hospitales eran devastadoras.
Semmelweis probó que su teoría era correcta y que con una asepsia básica se
salvarían muchísimas vidas. Y sí, suena simple, hasta fácil, pero sus colegas
(salvo unos pocos defensores incondicionales) lo rechazaron con furia. El
resultado estaba a la vista y nadie quiso verlo. La tragedia de Semmelweis fue,
en pocas palabras, tener que lidiar con la desidia y el egoísmo de sus pares, a
tal punto que esa batalla imposible lo llevaría a la muerte. Como pasa con
muchos genios de la historia, ganó la guerra cuando todos, genio y enemigos por
igual, ya estaban muertos.
La exaltación que hace Céline del desdichado médico húngaro funciona
como una diatriba contra la estupidez humana y, quizá por única vez en sus
textos, a favor de su inventiva y generosidad. Semmelweis vendría a representar
lo mejor de nosotros: las ansias de aprender, de ayudar, de llegar a un
absoluto que no nos condene ni nos destruya. Céline elogia menos la
investigación que el talento, deja de lado a la academia y alaba a la calle y a
la infancia como fuente de sabiduría: “…
(A Philippe) no le gustaba la escuela, una aversión que tenía desesperado a su
padre. Amaba la calle. Más aún que nosotros, los niños tienen una vida
superficial y profunda. Su vida superficial es muy simple, se resuelve en unas
cuantas disciplinas, pero la vida profunda de cualquier niño es la difícil
armonía de un mundo que se crea. El niño debe introducir en este mundo, día
tras día, todas las tristezas y todas las bellezas de la Tierra. Tal es el
inmenso trabajo de su vida interior. ¿Qué pueden hacer los maestros y su saber
por esta gestación espiritual, por este segundo nacimiento, donde todo es
misterio? Prácticamente nada. El ser que llega a la conciencia tiene por
maestro principal al Azar. El Azar es la calle. La calle diversa y múltiple
hasta el infinito en verdades, más simple que los libros. ¿Qué se hace en la
calle, por lo general? Se sueña. Se sueña en cosas más o menos precisas, se
deja uno llevar por sus ambiciones, por sus rencores, por su pasado. Es uno de
los lugares más reflexivos de nuestra época, es nuestro santuario moderno, la
Calle.”
La obsesión de Semmelweis por saber qué era lo que mataba a las
parturientas luego de dar a luz se confunde, por momentos, con la búsqueda de una
verdad poética. Las madres fallecidas le taladraban la conciencia como almas en
pena. Los necios y envidiosos médicos del hospital de Viena no avalaron su hallazgo
sólo por no reconocer que estaban equivocados. Semmelweis los atacó con todas
sus fuerzas, acusándolos de hipócritas y asesinos. “Quería hacerlos pedazos. No se hace pedazos a nadie. Quiso echar abajo
todas las puertas que se rebelaron contra él, y se hizo crueles heridas.” apunta
Céline. Cargar con la verdad es como cargar con la muerte. Sólo el futuro
lavará los prejuicios y recién ahí bebés y madres serán salvados, pero hoy no, hoy
todos deben morir, parece entender, de la peor manera, Semmelweis. Él descubrió
cómo preservar la vida, el mayor homenaje que un idealista puede hacerle a la
humanidad.
A su vez, Céline -y acá es donde los dos chocan, se hacen uno y nos
llevan a la inevitable comparación- encontrará la forma de renovar la
literatura del siglo veinte. Cuando Semmelweis se suicida, cortándose con un
escalpelo y metiendo el brazo herido en el tejido de un cadáver para infectarse
a sí mismo[1],
se cierra el personaje romántico y se abre un interrogante estético en Céline que,
años después, cuando publique Viaje al Fin de la Noche, lo llevará a cuestionar
la literatura de su época, tal cual el húngaro lo hizo con la medicina. Céline
se identifica con Semmelweis más como artista que como científico.
Si Semmelweis descubrió lo que significaba meter las manos en
un cadáver descompuesto antes de asistir a un parto, Celine descubrió lo que
significaba meter las manos en la literatura anquilosada de su tiempo: nada
menos que toparse con una infección de libros y autores que ya no tenían vigencia
literaria y que curó con una literatura ruidosamente viva y revolucionaria. Claro
que, al igual que Semmelweis, lo terminaría pagando caro en vida y en carne
propia. Pero acaso no sea ese, siempre, el costo que paga un verdadero revolucionario.
[1]
Hoy se considera una leyenda esta forma de suicidio de Semmelweis, pero la
aceptada no es menos terrible: fue internado por loco en un psiquiátrico y al
querer escapar fue golpeado salvajemente por los guardias, lo que le causó la
muerte.
1 comentario:
Excelente! Gracias
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