Mi generación es esencialmente atea, la idea de Dios o de
Jesús ya no le significa nada. Burlarse de la religión es cotidiano, hasta
esperable de cualquier persona que haya vivido los finales del siglo XX y los
comienzos del XXI con los pies sobre la tierra. Bravo por esos lúcidos. Pero,
¿realmente murió la antiquísima necesidad de creer en cualquier etérea
pelotudez que sea capaz de tranquilizarnos? Creo que no. De hecho, hemos
involucionado, si es que se puede hablar de evolución en el ser humano (no se
puede, pero hablo igual).
Mucha gente ultra atea que conozco desprecia la religión y
se burla con total desparpajo de ella, de la iglesia, de los curas y del
concepto troglodita de tener que bosquejar un ser superior para calmar la
ansiedad frente al infinito y a la noción de la propia muerte. Esta gente es
capaz, con frialdad aunque no con cinismo, de aceptar que está sola en este
mundo y que el ser humano hoy por hoy debe asumir su soledad cósmica. Bravo
otra vez. El problema es que la mayoría de estas personas -y digo la mayoría
refiriéndome a la mayoría, no es una frase al pasar- una vez pronunciadas estas
frases dignas de Sartre, Camus y del existencialista más clásico y patentado
que conozcan, nos salen con que uno está haciendo o diciendo tal cosa porque es
“un típico taurino, o pisciano, o sagitariano o etc”.
En este momento, uno, o
al menos yo, para la charla y murmura con desconcierto: “¿Eh, qué, cómo?”, y
ahí mismo es ametrallado por una serie de explicaciones inconexas y antojadizas
que no explican nada. La astrología ofrece, para comprender porqué una persona
es como es, una lista de motivos carentes de base científica, psicológica,
antropológica, y hasta zoológica, que nunca es cuestionada por aquellos que
tanto de burlaron del viejo y apolillado Dios. Sin embargo, la recitan sin
dudar de su veracidad ni un instante.
¿Cómo llegamos a que el ateo más furioso, aquel que se ríe
de los pobres retrógrados que creen en Dios -“un invento de los hombres para
paliar el miedo a la muerte”-, me explique que mi actitud en la vida está
condicionada por cómo se ubica Júpiter o Marte en el cielo, y porque nací en
tal o cual mes? Y hablo del cielo astrológico clásico infantil, no de galaxias,
sistemas solares y otras denominaciones de origen astronómico porque los
seguidores de la astrología, por suerte para ellos, no deben aplicar ningún
argumento científico para pasar vergüenza en público. Los planetas reales son
producto del misterio de la conjunción del tiempo y del espacio, los de la
astrología son simpáticos muñecos de papel maché que se mueven ahí arriba según
lo que necesitemos acá abajo, nosotros, una manga/bola de seres especiales que
vamos, venimos, cumplimos horarios de oficina y hablamos sin que nadie nos
escuche. Sin duda somos el centro del universo, por eso los planetas y los
astros están únicamente para enviarnos señales personalizadas, mientras nos arrastramos
por la rutina diaria, nos atascamos en el tráfico y descansamos los fines de
semana.
Es posible que nos hayamos adelantado en matar a Dios y a su
staff estable, ya que si para matarlo tuvimos que regurgitar la astrología quizá
entonces sólo estemos sublimando las ansias de creer y sostener una religión
inútil, masiva y consuetudinaria, como son cualquiera de las religiones tradicionales
([1]).
El creyente promedio finge que cree y de ahí viene su
cansancio espiritual, su ruego es lloroso y desvelado, termina agotado de tanto
rezar y apasionarse solo. No busca alcanzar a Dios sino a un ideal, en el fondo
es un nihilista que niega serlo. Esto demanda mucho valor, o esfuerzo físico,
al menos. Pero el seguidor de la astrología no es exigido por nadie ni por
nada, nunca suda ni se martiriza y como no quiere angustiarse con debates
morales nomás repite en voz alta las recetas aprendidas en los horóscopos. Por
ejemplo, decir: “Dios quiera o Dios mediante” para definir algo que dependerá
del azar o de nuestras acciones es falso, pero más falso es adjudicárselo a los
astros y planetas (otra vez: no los reales, los dibujados). ¿Por qué? Porque
Dios no existe, y si uno lo invoca sólo está diciendo una frase hueca,
inofensiva. Sabe que él no hará nada porque nunca existió, y eso humanamente no
es tan reprochable ni tan hipócrita como sí es echarle el fardo de nuestra
incapacidad mental y emocional a Marte o a Júpiter, hermosos e impactantes
planetas a los que, estoy casi seguro, nunca les importó un carajo si estábamos
vivos o muertos, abajo, arriba o al costado de ellos.
Quizá sea más sano para todos (todos los que necesitan creer
en cosas que no existen) volver a la antigua religión, a Dios, a Jesús, a
cualquiera de esos personajes que existen en el papel literario, no en los dibujos, y que tuvieron la decencia de erigirse en celebridades bien delineadas,
referentes de una cultura clásica. La astrología también se sostiene a lo largo
de los siglos pero de una manera subrepticia, como un carterista escapándose de
vagón en vagón después de robarles a los pasajeros del tren. No es porque sea
mala o indigna, pasa que desde que se aceptó el método científico quedó relegada
como un recurso para ignorantes con inquietudes científicas mal llevadas, una especie
de religión solapada para religiosos negadores de su religiosidad.
Además, la tradición cristiana tiene la ventaja de haber
contado con grandes filósofos y escritores que sostuvieron su propuesta contra
viento y marea, por más infumable que fuera. Piensen en San Agustín, Kierkegaard,
Pascal, Swedenborg y tantos otros. Intelectuales de primer nivel, decisivos
para sostener lo insostenible. En cambio, la astrología, por su inmediatez y su
necesidad de dar respuestas rápidas y mal armadas, carece de pensadores y
creativos capaces de explicar lo inexplicable y de defender lo indefendible. Es
cierto, ¿para qué debería tenerlos? Nadie le pide justificaciones. A la
religión sí se le pide, todo el tiempo, y así los pobres teólogos, inclusive
los ejecutivos y publicistas de la misma iglesia romana, deben renovar y
remozar las fábulas de siempre para adaptarlas a la época y que parezcan
novedosas. Es un trabajo desgastante y siempre fallan, pero se les reconoce el
esfuerzo que ponen en intentarlo.
Aceptemos de una vez que no pudimos superar la etapa de crear
seres y fantasmas para calmar nuestros nervios de primates a medio evolucionar.
Es duro, pero por un tema de no pasar vergüenza frente a nuestros amigos, o
frente a desconocidos en alguna reunión ocasional, debemos asumir que negar a
la religión para suplantarla con la astrología es darle la razón al más necio,
imbécil y retrógrado de los curas (puede ser pedófilo o no, para este tema no influye
mucho), que nos acusa de pusilánimes, de muertos de miedo y de pecadores. ¿Y no
tiene razón, acaso? Si para refutarle la acusación tenemos que decirle que
debido a que nació bajo el signo de no sé qué y bajo la influencia de quién
sabe qué cosa es que nos está acusando, yo creo que sí tiene razón.
Intentemos cambiar, asumamos este nuevo siglo con lo todo
nuevo que trae, que son un montón de cosas viejas recicladas. Dejemos la
astrología atrás y abracemos a la religión clásica. Es mejor retroceder dos mil
años que negar que estamos estancados en un pasado pre-científico olvidado por
todos, que encima nos degrada tanto como para hacernos fingir que creemos que
los planetas y las estrellas son factores decisivos en nuestras
insignificantes, mediocres y olvidables vidas, que no tienen ninguna dirección
y que no son el centro de nada, salvo de un pozo en la tierra el día que nos
entierren; ahí sí, por unos minutos tendremos a los amigos y familiares
alrededor del cajón para regalarnos la fantasía que sí somos parte de un
centro. Que fuimos, bah.
[1]
Sí, sublimar es un término muy de psicoanálisis, pero no es tan
anti-astrológico como parece, conozco muchos psicólogos ateos que avalan la pseudo-ciencia
de adivinar los astros dibujados en papel de cotillón.
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