(Dibujito hecho -nerviosamente- días antes de que naciera la pebeta...)
Es un lugar común decir que la infancia es la etapa idílica en
la vida de una persona. No sólo común, también cursi. Al margen, ¿es cierto?
Difícil afirmarlo ya que, sin excepción, esta frase es pronunciada únicamente por
adultos, nunca por niños. Es comprensible, los chicos viven en su mundo de
eterno presente, son inmortales en el juego y no tienen noción de la
experiencia y el tiempo vivido como para decir boludeces en voz alta.
Los adultos (me siento como si acabara de leer El Principito
y tuviera que separar al mundo en niños y adultos, pero bueno, no me queda
otra) insisten con la infancia idealizada porque han perdido todo tipo de
esperanza en idealizar lo que sea. En general ya no creen en el amor, menos en
realizarse como individuos, el problema es que en vez de asumirlo se desquitan -entre
varias otras cosas- al poner a la infancia en un pedestal, creyendo que así
entenderán mejor a sus hijos cuando crezcan. No podrán, porque la esencia de la
adultez consiste en aplastar las ansias y el juego.
El adulto abandona el presente para especular ociosamente sobre
el pasado y el futuro. Es adoctrinado para planear cada paso, acata la orden y se
enreda en los cálculos. No llega a ninguna parte, igual insiste; cada día trata
de controlar más y, por ende, controla menos. Vive con permanente gusto amargo,
y aunque esté desesperado nunca se rebela. Alcanza el colmo del cinismo cuando
afirma que esa infamia en la que vive es la madurez.
Justo este gustito amargo es el que padres y madres se desviven
por evitarle a sus hijos, el tema es que en vez de ponerse de ejemplos de lo
que no hay que hacer les ensalzan la infancia mientras los preparan para ser sumisos
y sometidos. La adultez es lo contrario a la madurez, que es hacerse
responsable del propio destino y de la incertidumbre de existir. Pero, ¿qué
padre o madre le confiesa esto a su retoño?
El otro lugar común al que quiero referirme es ese de “proteger
a los niños de los horrores de este mundo”, otra frase pronunciada sólo por
adultos. Los horrores existen, sí, la esclavitud, la depravación, la injuria,
el asesinato, etc, pero no todas las personas tendrán la desgracia de
experimentar alguna de esas atrocidades a lo largo de su existencia. Lo más
común de padecer, y en verdad lo que todos
padecerán alguna vez, es otra cosa, simple y cotidiana. Para ilustrar esta
“cosa”, narraré una breve anécdota en la cual el que dio en el clavo del asunto
fue un chico, no un adulto.
Fue durante una visita que mi tío y mis primos hicieron a
mis viejos, un día cualquiera, hace treinta años. Mis primos tendrían seis y
ocho años, máximo. Mi tío, orgulloso, contó que mi primo Pablo, el menor, había
sido felicitado por la maestra de primer grado por no recuerdo qué destreza, si
por aprender a escribir muy rápido o por algún chispazo de brillantez en aritmética.
Pablo escuchaba el elogio en silencio, sin vanagloriarse. Mi otro primo, Daniel,
el mayor, escuchó respetuoso el relato que ya había oído antes. Cuando mi tío
terminó, dijo -muy sereno y sin ningún tipo de envidia, doy fe- que “uno es
genial hasta segundo grado, después es normal”.
Tantos años pasaron y todavía recuerdo ese comentario con la
potencia de un bombazo. Daniel había comprendido, siendo niño y sin tener que patentar
ninguna frase hecha, lo que era la esencia de la adultez: la normalidad.
La educación que nos brindan, la cultura reinante, los
valores acartonados de la sociedad, todo está diseñado para que al crecer
echemos anclas en la normalidad y no nos movamos de ahí. Es decir, que nos
integremos a lo que ya está dado en vez de crear algo nuevo o propio.
Al vivir y al dejar atrás la primera juventud, cuando
empezamos a notar que nuestros sueños peligran o que, directamente, se disuelven
en el éter del tedio cotidiano, entendemos por fin que la adultez es pura y
tétrica normalidad, y que la normalidad es uno de los peores horrores de este
mundo, horror que esos canallas de adultos no nos prepararon para enfrentar. Será
porque la mayoría de los padres y madres practican la normalidad, y al no poder
asumir el hecho de haberse dejado doblegar tratarán de guiar a sus adorados hijos
por la senda de la mediocridad, donde todas las cosas “son como son” y donde “el
mundo es así”.
Si de verdad deseamos que los chicos valoren su universo
ideal (en el caso de que creamos que eso exista, se entiende), deberemos
advertirles desde temprano que para mantener vivos sus ideales tendrán combatir
la imbecilidad del mundo con todas sus fuerzas y capacidades, casi al punto del
agotamiento moral; que deberán aprender qué armas utilizar para evitar que los dominados
no los aplasten con sus envidias y estrechez de miras; que deberán asumir que jamás
serán populares para la gran mayoría, que toma la necedad como si fuera una
virtud; que, para su desgracia, esa peste de la normalidad, complaciente y castrante,
se expande por los lugares que ellos más frecuentarán: universidad, trabajo,
matrimonio, familia, etc, justo los lugares que sus propios padres les
recomendaron que frecuentaran.
No es mi intención juzgar las buenas intenciones de las
mamis y los papis, más bien me parece que lo que les quieren evitar a sus hijos
no es evitable. Sin duda está bien complicado explicarle todo esto a un nene,
pero si nos animamos por lo menos al crecer no vendrán a reprocharnos que les
mentimos, al contrario, nos acusarán de sádicos, de hijos de puta -o las dos
cosas- pero nunca de haber sido normales. Y eso es un alivio y un desafío para
cualquier padre o madre que aspire a la libertad. Digo, a la anormalidad.
(NOTA: No escribo esto desde la comodidad, al revés, acabo
de tener una hija y todavía estoy evaluando seriamente hasta dónde mentirle y
hasta donde decirle la verdad cuando crezca. El problema es que la mentira y la
verdad se miden según el parámetro de cada uno, y como mi parámetro tiende a lo
normal creo que estoy bastante jodido).
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