(Nota publicada originalmente en La langosta Literaria, página de Random House México)
A
veces el plagio artístico alcanza el estatus de crimen perfecto: si no se
descubre no existe. Y tiene otra ventaja importante (para el mal, me refiero),
puede exponerse delante de todo el mundo sin que se advierta que se trata de un
crimen. ¿Por qué? Porque es una obra de arte, y si la obra es genuina traerá
consigo la suficiente porción de belleza como para que nadie se detenga a
indagar sobre la autoría. Tiene lógica, el crimen fue cometido contra el autor,
no contra la obra. En cambio, el crimen perfecto clásico (asesinato, robo,
etc.) suele notarse a simple vista, lo que falta más bien es dar con el autor.
Es decir, un asesinado está asesinado y nadie lo duda, lo que no se sabe es
quién lo asesinó (caso emblemático: Jack el Destripador), pero en el plagio
artístico el crimen, una vez consumado, queda oculto, impune, a tal punto que
se confunde con la originalidad. Y no sólo eso, el falso autor será felicitado
públicamente, al revés del asesino o ladrón, que de vez en cuando hasta termina
preso.
Lo
interesante en los casos de plagio artístico que son descubiertos es que el
ladrón se defiende igual que un criminal común: “No me di cuenta”, “No quise ir
tan lejos”, “Jamás tuve esa intención”, “Empezó como un juego”. Una de las
peores excusas en el robo literario es la de la intertextualidad, la cita, la
paráfrasis. Sólo alguien que robó descaradamente es capaz de apelar a una
mentira tan patética, ni siquiera a los posmodernos se les cree semejante
patraña. Charles Manson, que yo recuerde, nunca dijo que asesinó a una Sharon
Tate embarazada para emular el salvajismo de antiguos tapices que recreaban a
los niños asesinados por Herodes, por ejemplo.
También
hay plagiarios, o gente que alguna vez plagió (porque no se puede ser un
plagiador-serial sin acabar excluido de la sociedad) que fueron talentosos. Y
originales, valga la contradicción. Robaron por soberbios, por negligentes o,
hay quién dice, por olvido o por error. Hablaré brevemente de estos dos últimos
casos, ¡que igual son tan difíciles de comprobar! Primero hay que creer en la
inocencia de los acusados, y en general uno suele partir de la base de que
cualquier acusado es culpable. Ser malpensado es un requisito fundamental de
nuestra cultura, no lo olvidemos.
Dentro
de esta categoría rara y poco usual de ladrones, la única excusa posible es que
en el recuerdo y en la imaginación todo se les mezcló, sus ideas, las de otros
y no se dieron cuenta. Esta clase de plagiario es la que yo llamaría
medianamente inocente. Le ocurrió al gran Jack London, que tuvo juicios de
plagio en su haber. Nadie duda de la originalidad y talento innovador de
London, sin embargo, se probó que ciertas historias no eran suyas. Los que
leyeron las obras o notas periodísticas en las cuales se “basó” dicen que no
son tan buenas como las que él hizo después. Las tomaba como base o
inspiración, las mejoraba, agrandaba, y obviaba al autor. Suena sospechoso y,
según el tono de sus declaraciones en cada caso, hay veces que le creemos y
otras que no.
Luis
Buñuel contaba que Charles Chaplin fue enjuiciado por cometer un, digamos, robo
inconsciente. Chaplin tenía un grabador junto a su cama donde registraba
cualquier melodía que apareciera en sus sueños (componía la música de sus
propias películas); se despertaba tarareando unas notas, las grababa y seguía
durmiendo. Resultó que así “compuso” un famoso cuplé titulado La Violetera. Su memoria,
si aceptamos esta interpretación, lo había engañado, no le avisó que la melodía
era de otro. No nos consta que la memoria sepa de ética o derechos de autor, sí
sabemos que es una máquina que guarda o repele, y que fríamente nos envía los
resultados de su trabajo a cada segundo de nuestras vidas. La conciencia
debería ser la intermediaria en estos casos, pero si la memoria no le aclaró
bien de qué se trata su informe, ésta no podrá obrar como debiera frente a uno
mismo y la sociedad.
Estos
son algunos de los (escasos) ejemplos de autores talentosos acusados de robo,
lo cierto es que la mayoría de los plagiarios no son talentosos, ni como
escritores ni como ladrones, ya que fueron descubiertos en los dos casos como
lo que eran: farsantes. El plagio a secas es un acto canalla, representa
básicamente la toma de identidad de otro, de sus palabras y pensamientos y, lo
que es peor, de sus sentimientos. Fingir que uno sintió lo que sintió otro es
un robo de índole filosófica. Viene a ser, al fin y al cabo, fingir que uno es
otro, que posee el alma de otro (perdón la solemnidad), de ahí el desasosiego
que nos ocasiona saber que una obra fue plagiada, es como enterarnos que ese
artista que nos gustaba no es artista, que nunca hizo lo que hizo. El
plagiario, al fin y al cabo, es nadie. No lo digo yo, ojo, es el mismo arte que
lo indica, que de tan aristocrático y cruel que es no perdona a quien se atreve
a manosearlo. Incluso quizá debajo de su elegante disfraz no sea más que una
forma monstruosa de la memoria colectiva, un ente que vive a través de todos
nosotros pero que separa los términos y le brinda a cada autor la posibilidad
de firmar su obra, legitimando la individualidad (que no el egoísmo), y al
lector o espectador el privilegio de finalizarla en su cabeza. Los otros
crímenes, los violentos y cotidianos, son meros residuos, un manoteo de lo
ajeno. ¿O acaso algún banco se quejó alguna vez de que la plata robada de sus
arcas por un grupo de encapuchados era de su autoría?
No hay comentarios:
Publicar un comentario