Es lógico que Macri y su equipo ganen en cada elección
nacional. Hay que entender, de una vez, que el argentino medio es un primigenio
muerdealmohadas y sólo encuentra su identidad (si se la puede llamar así) al denigrar
a los demás y a sí mismo (esto no lo tiene asumido, pero es un hecho que se detesta
más a sí mismo que lo que detesta a un izquierdista o a un habitante de algún país limítrofe,
aunque suene increíble). O sea que hasta que no esté ultra-atragantado con
gomaespuma y pedazos de tela de la funda de la almohada y ya no pueda respirar,
seguirá apoyando a los que lo maltratan. El voto a Macri sólo tiene un sentido:
ratificar que todo es una mierda. El argento medio no encuentra otra manera de
manifestarse, lo aterra jugarse por una idea, tomar una posición positiva, por
eso Macri le dio el pie (como otros en el pasado, ya fueran militares, Menem o
etc) para volver a flagelarse y gritar en voz alta: “¡Todo es una mierda y merezco
que me cojan”! Bueno, la última parte no lo dice en voz alta pero lo siente, y
bien adentro.
La vocación de muerdealmohada es muy fuerte en la sociedad
argentina, quizá más que ninguna otra cosa, por eso asombra que mucha gente de
izquierda o genuinamente democrática se inquiete por los resultados electorales.
¿No ven que morder la almohada supera todo lo demás? De ahí que los que votaron
a Macri sigan igual de furiosos que antes de que ganara en 2015, que puteen a todo el
mundo igual que antes (cuando estaba su odiada Cristina) y no puedan controlar
su insatisfacción aunque su candidato ganó y sigue ganando. No es una
insatisfacción existencial sino todo lo contrario, es la consecuencia de una
absoluta falta de existencia. Para vivir hay que elegir y si no se elige algo,
lo que sea, no se vive. El voto a Macri no es elegir, es dejarse pisotear. Es
una pena que este simulacro de suicidio que llevan a cabo los argentinos cada
diez, quince años, no sea llevado al extremo. Sería muy sano que esta masa
amorfa de despreciatodos, que escupen sobre los demás y sobre sí mismos, acaben
matándose de una buena vez. Nomás para ver qué pasa. El problema es que justo al
llegar a ese punto, -el de matarse y terminar con todo, me refiero- les gana la
cobardía y deciden perpetuarse y buscan cada vez más placer en el no placer y
en echarle la culpa a los otros de sus propios fracasos. No viven, se
arrastran, pasan de morder la almohada a lamer el piso, y sin embargo, por
algún extraño motivo, quieren seguir -no digo adelante porque no hay tal cosa
para estos humanoides amorfos- como si realmente valieran algo. No sé qué
epitafio esperan que les pongan encima al morir, pero como un gran acto cívico se
les podría ofrecer un epitafio ahora mismo, liviano, que se pueda colgar alrededor
del cuello y que así, de a poco, vayan aprendiendo cómo la vida se parece a la
muerte desde el momento en que uno acepta que no tiene nada para dar, que no
merece que le den nada, y se regodea en su propia mierda.
Claro que esto, ¡lástima!, es sólo un deseo ingenuo de mi
parte. La realidad es que sólo cuando se harten de ser garchados y pisoteados los
muerdealmohadas tomarán en cuenta, muy tímidamente, la posibilidad de votar a
alguien más (no de hacerse cargo de sus vidas porque eso es imposible, pero
algo es algo). Hasta entonces no habrá más que náusea y autovómitos y la demanda que tendrán las fábricas de almohadas se disparará al infinito. Al menos esta desgracia hará rico a
alguien. A los dueños de las fábricas de almohadas. Sobre todo porque el
esfínter nacional tiene mucho aguante y con su voto legítimo acabó ayer pidiendo
más, por favor, más, lo merezco, lo merezco, no valgo nada y quiero que me la
den.
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