(Nota publicada originalmente en La langosta Literaria)
Está de moda entre críticos, editores y ensayistas de la
inmediatez argentinos preguntarse si la literatura argentina es marginal, si hay
o no hay tradición, si los escritores deben reinventarse a sí mismos al
escribir y un montón de vaguedades filosófico-masturbatorias del estilo que no
llevan a ninguna parte. Se hacen estas preguntas (que se contestan ellos solos)
casi con orgullo, detalle curioso porque justamente la marginalidad en la
literatura actual argentina no existe, ni autoral ni temática. De hecho, la
consecuencia de ser un desecho del posmodernismo le evitó a la última
generación de escritores tener que pensar en la literatura y en cualquier otra
cosa (beneficios del posmodernismo: te absuelve de todo compromiso).
Lo que se
lee hoy, sean autores jóvenes o no tanto, vivos o muertos, es lo aceptado o
canonizado por un grupete de portavoces literarios (como si se tratara de santos
medio pelo avalados por el papa a toda velocidad). No parece haber tal marginalidad
porque lo marginal, de verdad marginal, camina solo y al margen, no es visto
hasta mucho después, o nunca (¿cuántos escritores y escritoras con talento verdadero
no siguen teniendo sus obras en un cajón, en un archivo de Word, y ya ni
siquiera esperan ser publicados o que alguien los lea?). Ningún editor
argentino está interesado en encontrar nuevos autores. O sea, en encontrar
marginales de verdad, prefieren los ya descubiertos y promocionados,
pasteurizados en lenguaje y figura.
Lo que es un hecho es el incómodo lugar que muchos narradores
argentinos debieron sostener, algunos por décadas enteras, incluso después de
muertos, respecto a este asunto. Me refiero al costado menos glamoroso de la
marginalidad: el ninguneo, el desprecio, la ignorancia o burla de sus pares. La
sociedad argentina tiene una tendencia muy fuerte a la creatividad y al mismo
tiempo desprecia y ningunea a sus artistas, desde siempre. En el arte rigen los
caprichos y los impostados con micrófono igual que en la televisión o que en
cualquier otro medio putrefacto. El exilio, político o interior, de muchos
escritores es común en nuestra historia. Tiene que ver con el contexto político
y social, también con que la buena literatura tiene un lenguaje propio y eso lleva
a rechazar el statu quo de la época y, tarde o temprano, al aislamiento.
Este momento de la literatura argentina tiene al conformismo
incrustado como un tiro en la frente, aunque nadie parece notarlo. O, como se
dice en mi tierra, “se hacen bien los boludos”. Claro que lo que de verdad interesa
no es el lugar que ocupa un escritor, si es público o no, si se lee mucho o no,
sabemos que todo eso es relativo y las posturas cambian y a la larga sólo quedan
las obras, a veces nada, resultado del mismo proceso de depuración temporal. El
tiempo purifica mejor que el fuego, la cosa es que el tiempo no acciona solo,
debe haber lectores (y unos pocos críticos, libres de la mayor cantidad de
prejuicios posibles y con extrema sensibilidad) que detecten a los autores y
autoras del pasado, o actuales si se puede, que estén diciendo algo distinto o
de manera diferente a lo avalado en el momento. Arlt, Borges, Puig, Walsh, Di
Benedetto y varios etcéteras sufrieron ninguneo y desprecio. Se sobrepusieron porque
siguieron escribiendo, no porque sus figuras destacaran por sí solas. No
buscaban caminar un ratito en la pasarela o ser un flashazo editorial, eran
militantes de la literatura, creían en ella y se expresaban con total
sinceridad, además de talento.
La marginalidad no importa, lo que importa, y es de lo que
no se habla hoy en la literatura argentina -¡tabú!- es el conformismo, la falta
de propuestas, de variedad, de disidencia, de polémica. No hay posiciones realmente
irreverentes o inconformes en los escritores argentinos actuales, quieren
pertenecer y ser parte, cuidar su jardincito, hablar con mesura, integrarse. Los
llamados “marginales” quieren ser marginales a salvo de la intemperie, no quieren
mojarse en un programa de tele pero buscan un lugar seco y agradable en los
suplementos culturales fashion. Por eso se repiten y todos se parecen, maduros
y jóvenes. La juventud no salva a nadie de nada, no alcanza con ser joven, hay
que sostener la individualidad, proponer y no querer ser parte de algo porque
sí, ni aceptar a ningún escritor sólo porque está oficialmente canonizado por,
digamos, la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, el suplemento
cultural de Página 12 o ciertos mundillos literarios (como ocurre con César Aira
o Rodolfo Fogwill, los santos de las iglesias “marginales” literarias de la actualidad).
Witold Gombrowicz, en sus largos años de residencia en Argentina, cuestionaba a
los literatos locales de los cincuenta, sesenta -una buena época para la
narrativa argentina, por cierto- con hermosas y directas preguntas cómo esta:
“El arte es ante todo un problema de amor; si queremos conocer la verdadera
posición del artista debemos preguntar: ¿de qué está enamorado? Para mí era
evidente que ellos no estaban enamorados de nada o de nadie…”. Y lo dijo Gombrowicz,
que sí fue marginal, pero no por negarse a pertenecer al gueto de las hermanas Ocampo,
Bioy Casares, Borges sino porque decía lo que sentía y lo que pensaba. Eso
alcanza para ser marginal en la literatura… y en cualquier ámbito social,
huelga aclarar.
El escritor, si no escribe por necesidad y con entusiasmo, es
sólo un burócrata, un figurín, no aporta nada. Y da igual si edita en
editoriales independientes o en las grandes, esa distinción (yo tuve, tengo, parte
en las dos) no dice nada de un autor, clavarse con eso es mentir y buscar un
lugar de rebeldía o de sumisión cuando no la hay. Vuelvo a lo mismo, es la obra
la que habla por uno. Así fue siempre y funcionó bien. ¿Por qué un posmoderno
(o un descendiente del posmodernismo, pero no sé qué nombre exacto tendrán esos
engendros) nos quiere convencer de lo contrario sin darnos una opinión válida
ni, peor aún, un libro que no nos aburra antes de terminar la primera página?
Desde principios de los noventa que la literatura argentina
quedó estancada en una sopa indigesta de engendros sin nombre y escribas pseudo-intelectuales
del tedio. No han surgido verdaderos movimientos, grupos ni escritores que
intenten romper con eso y proponer algo distinto (distinto por personal y
genuino, no por novedoso). El neoliberalismo pegó muy duro a la cultura argentina,
y su falta de compromiso afectivo, ideológico y visceral ha gestado un montón
de nihilistas con alma de empleado público incapaces de hablar de nada. Seguir
avalando eso, no dejar que surjan críticas, opiniones y sismas creativos no
tiene nada que ver con la marginalidad, todo lo contrario, deja a la literatura
en punto muerto, en un lugar de sedentarismo, de conservadurismo, y encima sin
lectores, todo en manos de unos insignificantes oportunistas, académicos o
semi-académicos, sin duda unos completos necios.
Es por estos mismos payasos tristes que el lector es
despreciado, lo acusan de ser un adoctrinado por el sistema, por las
corporaciones, etc. Todo bien con esa idea, pero, ¿qué hacen los escritores por
acercarse al lector? No es demagogia lo que digo, hay que terminar con ese bla
bla de que un escritor escribe para colegas, o entabla “diálogos” con otros
autores, basta de mentir. El escritor fue ¿es? primero un lector y si no
escribe para que lo lean entonces no es un marginal sino un hipócrita. La
literatura debe ser vital, discutirse para abrir caminos y convivir con otros
proyectos, aunque sean la antítesis unos de otros. Cuando empiece a ocurrir
esto en la Argentina quizá pasemos de hablar boludeces a tener mejores
escritores. Y lectores. No tengo dudas de que generaciones por venir, o alguna
generación ya en proceso, tirarán esta cultura del formol a la basura y
empezarán a narrar con sinceridad y sangre renovada.
1 comentario:
Me parece una muy buena descripción de este estado de cosas.
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