En abril pasado se cumplieron cuarenta años
de la muerte del escritor norteamericano Jim Thompson (1906-1977), ícono de la
novela negra. Ya no digamos homenajes, casi no tuvo ni una necrológica.
Aprovechamos este espacio para recordarlo.
Hay autores
malditos que disfrutan la maldición que cayó sobre ellos (si les brinda fama y regalías,
me refiero) y otros que no la disfrutan en absoluto y terminan igual de ignotos
que cuando empezaron. Estos últimos son los verdaderos malditos. Claro que esta
etiqueta no significa absolutamente nada a nivel literario, pero vale la pena distinguir
a los parias de los legitimados. Jim Thompson fue, y es, un paria en la literatura.
Puede que esto no sea tan injusto como parece porque sus personajes, en mayor o
menor medida, son parias. Y están malditos, sí, pero de soledad, furia y
resentimiento.
Thompson vivió a
pleno el siglo veinte. Ejerció mil oficios, caminó, viajó, y aprendió del sur
profundo de E.U., (Oklahoma, donde había nacido, luego en Arkansas y Texas). Fue
vagabundo, obrero en pozos petroleros, empleado en hoteles con clientes
mafiosos a los que proveía de drogas, alcohol y prostitutas, actor cómico, periodista
y muchas cosas más. Adhirió al partido comunista. Su marxismo fue terrenal, humanista,
se generó en esos estados retrógrados donde el autor vivió varios años y fue
testigo de la explotación de los trabajadores. Él mismo diría que leer a Marx
en los campos petrolíferos fue “el momento de inflexión en su vida y su primera
educación de verdad”. Llegó al filósofo alemán de la mano de -nada menos- Harry
McClintock, “Haywire Mac”, cantor mítico del folk y compañero de ruta de
Thompson.
En algún momento
le contó a uno de sus agentes literarios que su idea del infierno “era matar lo
que uno más ama para poder sobrevivir”. Esa idea marcó su vida literaria. Los trabajos
demandantes que tuvo que ejercer no le dejaban tiempo suficiente para escribir
y arruinaron su salud desde muy joven. Se dice que la experiencia de haber ejercido
innumerables oficios y conocido a tanta gente loca y exuberante fue la semilla
que hizo de Thompson un escritor tan particular. Es cierto, pero no emprendió
ese dificultoso camino sólo para encontrar inspiración, más bien no tuvo
alternativa, debía mantener a su familia, la de origen y la que creó, o sea
padres, hermanas, esposa e hijos. Tomó la escritura como lo más importante en
su vida y nunca pudo dedicarle sus mejores horas. Esto es común en muchos
escritores, pero en el caso de Thompson aceleró la carrera contra el reloj y su
propia frustración personal, que no cejó hasta su muerte, de la cual en abril
pasado se cumplieron cuarenta años.
En vida, Thompson sufrió la imposibilidad de
tener un lugar validado como escritor. A la vez, quién sabe, intuía que es
imposible pertenecer a ningún lugar y que ese mítico remanso donde uno acaba
siendo lo que siempre deseó ser es una ilusión. No inventó nada para sus
personajes que él no hubiera experimentado, salvo el asesinato, la mentira y la
corrupción. Eso sí puede inventarse y es lo que hacen todos los autores de
novela negra, en cambio la angustia no, es intransferible, el que no la padece
no la puede imaginar. Justamente, la angustia de los personajes de Thompson es
tan desbordada que casi supera la de todos los maestros del género, y también los
de la literatura “con mayúsculas”. La desesperación mancha más que la sangre.
DE LA LITERATURA
SOCIAL A LA NOVELA (MÁS) NEGRA
Hay que destacar
que escribir novela negra no era su deseo inicial. Quería hablar de lo que se
padecía en las calles o, para ser más precisos, en los polvorientos caminos del
sur norteamericano, al estilo de Caldwell o Faulkner; narrar a los lúmpenes, a
los “hobos”, personajes que cargaban las injusticias a cuestas, que merecían
ser retratados con poesía vindicativa. En esos primeros textos Thompson no
logró decir con tanta fuerza lo que sentía ni lo que había padecido en carne
propia. La literatura proletaria o social no le alcanzó y sin duda no lo inspiró,
posiblemente por sus propias limitaciones estéticas. Rechazó entonces lo que se
consideraba la vanguardia de la izquierda neoyorquina. Llegó a declarar frente
a un grupo de amigos: “¡Basta de mierda esotérica! Quiero escribir libros sobre la manera en que de verdad vive la
gente. A partir de ahora escribiré sobre la vida tal cual es. ¡Les voy a
enseñar a esos hijos de puta!” Según un conocido suyo, tenía la perspectiva de
un anarquista, no de un marxista.
Todavía no podía adivinar
que sería la novela negra, con sus convenciones y sus leyes establecidas, la
que le permitiría volar todo por los aires. Ahí demostró que lo social siempre
es humano, no sólo ideológico, que la locura es individual y también de todos.
El género lo ayudó a decir más y mejor, de manera incorrecta y explosiva. La venalidad
de las personas, según Thompson, está potenciada por una sociedad consumista,
necia y criminal, nadie escapa a sus garras. Lo que está de manifiesto en todas
sus novelas es un gran dolor personal, una especie de autoconciencia del
canalla que se sabe canalla y que sabe que los demás también lo son porque
avalan las normas de este mundo egoísta y degradado. Después de asumir esto, no
queda mucho por disfrutar.
Lo dice Nick Corey, el delirante comisario de 1280 almas: “… Niñas indefensas que gritaban cuando sus propios padres se metían en la
cama con ellas. Hombres que maltrataban a sus mujeres, mujeres que suplicaban
piedad. Niños que se meaban en la cama de miedo y angustia, y madres que los
castigaban dándoles a comer pimienta roja. Caras ojerosas, pálidas a causa de
los parásitos intestinales, manchadas a causa del escorbuto. El hambre, la
insatisfacción continua, las deudas que traen siempre los plazos. El
cómo-comeremos, el cómo-dormiremos, el cómo-nos-taparemos-el-roñoso-culo. El
tipo de ideas que persiguen y acosan cuando no se tiene más que eso y cuando se
está mucho mejor muerto. Porque es el vacío el que piensa, y uno se encuentra
ya muerto interiormente; y lo único que se hace es propagar el hedor y el
hastío, las lágrimas, los gemidos, la tortura, el hambre, la vergüenza de la
propia mortalidad. El propio vacío. Me estremecí y pensé en lo maravilloso que
había sido nuestro Creador al crear algo tan repugnante y nauseabundo, tanto
que cuando se comparaba con un asesinato éste resultaba mucho mejor. Sí, de verdad
había sido una obra magna la Suya, magnífica y misericorde.”
EL CRIMEN NO LO COMETE UNA PERSONA, LO COMETE LA SOCIEDAD.
Sus personajes no lloran por lo que se han convertido aunque sospechan
que, con un poco de suerte, podrían haber sido diferentes. Thompson nunca se
rebaja a juzgarlos ni a ponerlos del lado de los malos. No cree en el mal extraído
en una probeta de laboratorio, tampoco en el enigma ni en el detective, que a
la fuerza confronta al crimen y trata de separarse de él. El peor crimen para
este autor es la sociedad en la que vivimos, recién después surgen los
criminales. Las tramas suelen armarse a partir de los desastres que sus protagonistas
van creando a lo largo del camino, a conciencia. Si Lou Ford (El Asesino dentro
de mí), Nick Corey, Clinton Brown (Asesino Burlón) o Dolly Dillon (Una mujer
endemoniada) se hubieran quedado medianamente tranquilos no se hubiera
derramado una gota de sangre. El crimen, que ellos promueven y ejecutan, es efecto
de su desesperanza, a tal punto que se crean trampas a sí mismos de las cuales
no podrán escapar. No les importa, son verdaderos nihilistas, rechazan darse el
lugar de cínico ganador que avanza y se perpetúa para salirse con la suya. Saben
bien que no hay adónde ir.
Para decirlo en una palabra, Thompson es un moralista con los nervios
destrozados, y su empatía va con los que no tienen salvación. El fiel lector de
sus novelas asiste a la fiesta del desastre y comparte su violencia y amargura.
Y para ese lector, este semi-olvidado autor sureño se vuelve una especie de
hermano mayor, comprensivo, terrible, sin padre al cual aferrarse, que nos comparte
su viaje hacia la nada. A eso se refiere Lou Ford, su humanísimo psicópata
deshumanizado, mientras enfrenta a un grupo de policías armados, ansiosos por
llenarlo de balazos.
“… a no ser que la
gente como nosotros tenga otra oportunidad en el otro mundo. Nosotros, la gente
como nosotros, que debutamos en la vida con una tara irremediable, que
deseábamos tanto y habíamos obtenido tan poco, que con tan buenas intenciones
acabamos tan mal...”.