(Nota publicada en el suplemento cultural Laberinto del diario Milenio, el 13 de abril de 2013)
William Hope Hodgson tuvo algunas de las características que
suelen hacer famoso a un escritor; fue marinero, escribió sobre sus
experiencias en el mar, y murió joven, a los cuarenta. Pero no fue suficiente,
porque Hodgson escribía literatura de horror y eso en general ayuda poco. Le
gustaba el deporte y fue profesor de gimnasia, cultivó sus músculos, en un
principio para defenderse de los recios marineros, también fue fotógrafo. Su experiencia
en el mar, de la cual él renegaba por haber sido extremadamente dura y estéril,
se mezcló en el papel con monstruos, piratas fantasmas y todo tipo de
aberraciones sobrenaturales.
Hodgson desechó la penosa realidad por la fantasía
más macabra. Se alistó en el ejército para combatir a los alemanes en la
primera guerra mundial y murió a causa de una granada enemiga, en 1918. Al
revés de Saki, que murió de la misma forma pero antes de volar en pedazos tuvo un
último gesto literario al exclamar a sus compañeros imprudentes: “apaguen ese
maldito cigarrillo”, no sabemos si Hodgson dijo algo o no. Su cuerpo desapareció,
literalmente. Él mismo anticipó en una carta todo lo que podría escribir si
volvía entero a su hogar. Quizá, así como integró el mar a sus narraciones, habría
integrado la guerra. Quién sabe qué hubiera resultado al mezclar horror con
horror.
Sus obras fueron olvidadas. Años después, gracias a los
elogios que le prodiga Lovecraft en su ensayo El Horror Sobrenatural en la
Literatura, se rescataron en parte, pero siempre de a retazos, por temporadas.
La influencia de Hodgson en Lovecraft es obvia y, como se señaló alguna vez,
también en el Hacedor de Estrellas, de Olaf Stapledon. Igual que ocurre con
Arthur Machen, es la incertidumbre unida al pesimismo lo que genera miedo en sus
historias. El mar esconde terrores surreales contra los que no se puede
combatir, parecen estar ahí desde el inicio de los tiempos, acechando,
invencibles.
Su ahora famosa novela La Casa en el Confín del Mundo es el relato
de un hombre que vive en una antigua casa en Irlanda, y que un día descubre que
no es una morada sino un pasaje a un inframundo, o a otra dimensión, nunca
llegamos a saberlo. La mayor parte de la novela remite más a la fantasía que al
terror. Hay una escena donde, sin explicación ni motivo, el protagonista
abandona su cuerpo para volar por el universo que hay ¿abajo, arriba, al
costado? de la casa. Flota entre montañas y es testigo de un encuentro entre
dioses antiguos, gigantescos, espantosos. Otro momento, el más alucinante y
extenso, es cuando el narrador asiste al fin del mundo desde su estudio. Observa
cómo los días y las noches empiezan a pasar a toda velocidad por su ventana, cómo
el parque de su casa va degradándose a causa de los milenios, que se aceleran
en su transcurso y queman la tierra. Ve a su perro, que descansaba a sus pies,
envejecer, volverse huesos y desaparecer. Él mismo se da cuenta en un momento se
murió, se volvió esqueleto y luego polvo aunque, en verdad, sigue vivo; o
siguen vivos sus ojos, que viajan por el sistema solar, hasta el lejano futuro
donde el sol ya se ha extinguido.
Es posible que Hodgson cometiera el pecado de ser muy
directo en su manera de narrar, que no se destacara como prosista y, sobre todo,
que se anticipara al horror literario moderno, que ya no quiso buscarle motivos
ni nombre a lo siniestro y frente al cual el ser humano no podía defenderse, menos
comprenderlo. Pero, ¿ése es el horror moderno o el horror a secas?