martes, 7 de enero de 2014

QUEJAS REFLEXIVAS 3




DIA UNIVERSAL DEL HOMBRE

Dedicarle un día del año a una minoría en peligro, amenazada, humillada, extinguida o en vías de recuperación moral sólo delata una cosa: que no se quiere gastar en esa minoría (que en general es mayoría) más que unas insignificantes horas calendario. Cuando se detesta a alguien no hay mejor cosa que aislarla/o en un homenaje, como se aísla a una bacteria en un laboratorio. Existe un día para la mujer, para los derechos humanos, para el animal, para el maestro, para la primavera, etc. Todos representan distintas bellezas y expresiones del mundo y la humanidad diezmadas por los prejuicios dominantes, por eso no se le obsequia más que un mísero pack de veinticuatro horas.

Yo, como hombre, elevo una protesta. Si existe un día de la mujer es porque los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año pertenecerían, por oposición, al hombre. Para los que no saben: sí existe un día del hombre, pero nomás porque a algún canalla avispado se le ocurrió esto antes que a mí, y lo registró ante posibles reclamos antimacho. Lo cierto es que nadie festeja esa fecha, meramente formal, ignota y sin sustancia. Desde mi humilde posición pido crear el Día Universal del Hombre Macho, y que se celebre a la fuerza en todos los países.

Que se festeje al hombre en su etapa más mediocre y decadente, cosa de evitar suspicacias, y que el hombre progresista y moderno se quede en su casa. Que haya marchas en las cuales tipos con camiseta (pueden tener panza o no, no es excluyente) caminen en pantuflas, con el control remoto en una mano -o un teléfono de última generación, signo de los tiempos-, una cerveza en la otra y critiquen a las mujeres, a los gays, opinen sobre política con el ojete y no con la cabeza, desdeñen el cuidado a los animales, se explayen sobre futbol y, según el país, exijan que se respeten las corridas de toros, que se prohíba el casamiento homosexual, o las imbecilidades que cada población de machos-maracas cuidan como a un gran tesoro mientras sus cabezas avanzan irremediablemente hacia la muerte cerebral.

Dedicándole un día del año al hombre cavernario quedarán libres todos los otros días del calendario que hasta ahora estaban secuestrados por el hombre político, astuto y retrógrado, que siempre opera desde las sombras. Celebrando nuestra fecha quedaremos libres de ser los tiranos que regalan veinticuatro horas a los demás por considerarlos menos, y además compartiremos esa minoría que es mayoría: la que tiene su raquítico día de festejo hipócrita.


CAJAS NEGRAS DEMOCRÁTICAS

Las cajas negras en los aviones podrían haber sido un gran invento. Servían -sirven- para que después de un accidente se sepa que salió mal, según lo que hayan dicho, gritado más bien, el piloto y sus ayudantes y lo que marque la actividad de los instrumentos. Todo queda grabado en la caja. En teoría, esa información ayuda a que un determinado error no se repita en el futuro. Ajá. Todos sabemos que los accidentes causados por errores humanos seguirán ocurriendo, que es lo mismo que decir errores originados por distracción, negligencia, fallas de cálculo, estupidez, etc. Pero, ¿no es todo un error de cálculo al fin y al cabo? ¿Hay otra forma humana de equivocarse si no es mediante un fallo en la inteligencia del cerebro de turno?

La caja negra lo único que consigue es que escuchemos, estilo programa de chismes, conversaciones vergonzosas entre los pilotos, comisarios de a bordo y azafatas. Recuerdo lo que reveló la caja negra del horrible accidente de LAPA, ocurrido a fines de los noventa en el aeroparque de Buenos Aires. Los pilotos, fumando, contando chistes y planeando una futura fiestita entre ellos dos y la comisario de a bordo y otra amiga, ignoraron las alertas técnicas en la cabina y cuando todo empezó a pudrirse uno atinó a decir: “No sé qué pasa, viejo, pero está todo bien”. Segundos después estaban incinerados ellos y la mayoría de los pasajeros.

Como evidencia criminal la caja negra funciona, como registro de las últimas palabras de alguien no, son patéticas y desprovistas de toda grandeza. Preferimos quedarnos con las últimas palabras de algún grande, tipo Goethe y su famosa frase antes de morir: “Luz, más luz”, que con la de esos lamentables pilotos. No sería mala idea que hubiese cajas negras en el asiento de cada pasajero del avión, cosa que cada persona, en caso de peligro inminente, pudiera decir lo suyo. Mejor eso que usar máscaras de oxígeno, que la verdad poco pueden hacer si vamos a estamparnos contra una montaña, o si estamos cayendo en picada sobre el océano.

Sería más sano que esa caja negra de pasajero informara no lo que está ocurriendo con el vuelo (cualquiera sabe que si un avión está cayendo significa que se va a estrellar) sino que diga en voz alta lo que al pasajero en cuestión le quedó en el tintero de su vida, algo que quiere que otros sepan y que ya nunca les podrá decir en la cara. Pueden ser verdades dolorosas, insultos, confesiones amorosas, reclamos, códigos de cajas fuertes, revelaciones de quién es el asesino en una película de suspenso aun no estrenada, etc. Estrellado el avión, la línea aérea deberá entregar la caja negra de cada pasajero siniestrado a su respectiva familia y que se trague lo que el finado tenía para decir. Quizá la mayoría de las veces sólo se oirán gritos de terror, pero creo muchos valientes aprovecharán esos últimos segundos de fama para reclamar al mundo entero lo que hasta entonces no se atrevieron a decir, o no dijeron con claridad cuando podían hacerlo.

Un detalle: si el avión por vueltas del destino no se destruye, la línea aérea deberá, por morbo y chusmerío requeridos, hacer públicas las cajas aunque los pasajeros estén vivos. Lo dicho quedará registrado y que cada uno se haga cargo frente a su familia. ¡Y bueno, algo de riesgo debe haber, si no todos van a usar esas cajas negras con total irresponsabilidad!

Quizá sí sea prudente dejar las máscaras de oxígeno en los asientos y que cada pasajero, antes de gritarle sus verdades a la caja negra, dé una buena aspirada para tomar valor.