Sobremesa con el Boba en una visita que nos hizo en Buenos Aires. 2014.
Siempre me cuesta escribir sobre alguien cercano que muere.
Incuso me cuesta decir que alguien “murió”, digo muere porque prefiero dejar a
los que se fueron en eterno presente, para mí están vivos. No acepto a la
muerte; sé que es natural, es parte de la vida y no la cuestiono, sólo que con
ciertas personas la interpreto como una interrupción, molesta y trágica.
También sé que muchas veces es uno el que atrae a la muerte, la llamamos sin
que haya merodeado ni una vez nuestra puerta y eso no es responsabilidad de
nadie más que nuestra. Pero eso no cambia nada, en el fondo. También sé que
las palabras nunca sobran del todo para hablar de los buenos amigos que se
fueron, y José Luis Bobadilla es uno de ellos.
Hablaré de lo que más recuerdo, o lo que más
valoro de él (otros/as dirán otras cosas). Sentía a la narrativa y a la poesía
como algo orgánico, en movimiento. No lo decía y no hacía falta, se percibía en
su manera de referirse a la literatura, su gran pasión. Fue un gran lector, minucioso
y a la vez expansivo. Cuando hablábamos de literatura la charla nunca
desembocaba en análisis sesudos o impostados. Eso, que suena a cosa fácil, no
lo es en absoluto y es muy difícil de encontrar entre escritores/as. No había
profesionalismo en las discusiones y peleábamos a veces como verdaderos
futboleros en defensa de tal o cual autor/a sin invalidar el gusto del otro. La
idea era agregar algo sobre la gente que admirábamos, supongo.
A raíz de esta pasión es que abrió las puertas de su casa a escritores/as
y editores/as, músicos/as, artistas plásticos; a tal punto que sus asados se
volvieron famosos por la variedad y colorida fauna de locales y visitantes del
arte. Gracias a que la música, las risas y el alcohol iban y venían nunca se
volvió tedioso el ambiente. Fueron muchísimas las tardes, las noches, que caían
sobre las mesas y las sobremesas sin hacer mella en las charlas y en las ganas
de pasarla bien.
José Luis mantuvo -con total conciencia y dedicación- su casa abierta de manera constante. Recibía, alojaba y promovía a narradores y poetas. Uno
podía conocer a un editor chileno, a una autora boliviana, a un poeta peruano y
reencontrarse con amigos y amigas en un mismo asado y en un mismo día, lo que era como un pequeño milagro. Le gustaba la polémica y a propósito lanzaba la
primera piedra discutiendo sobre tal o cual autor/a. Nunca se enojaba aunque le
criticaran a sus favoritos. Otros, más infantiles, (como yo) nos calentábamos
un rato para aflojar después y abandonar el enojo con una risa conciliadora.
Más allá de su gusto por ser anfitrión creo que retomó esa práctica hoy casi
perdida de reunir artistas (suena pomposa esa frase, la digo igual),
presentarlos, darles un espacio propio. No encontré eso en Argentina y no volví
a encontrarlo en México. Reconozco que soy un poco ermitaño, un poco tímido, pero
justamente José Luis se cuidaba de invitar a ermitaños/as también, y eso nunca
se lo voy a dejar de agradecer.
Por eso decía antes que su pasión por la literatura era
genuina: no se limitaba únicamente a los textos sino a la gente, a los
trabajadores de la palabra, de la edición, de la traducción, buscaba su
presencia y la requería. O sea, buscaba lo vital en la literatura, su parte
activa y latente.
Quizá señalar esta cualidad suya sea una de las mejores
cosas que se puedan decir de un escritor, que además era un amigo verdadero y
generoso.
Se te va a extrañar mucho y estoy seguro que vos lo sabías
perfectamente, carajo.
Hasta siempre, José Luis.