Este texto surgió a
raíz de un monólogo sobre el alma que le escuché a uno de esos intelectuales católicos
chapados a la antigua que todavía luchan por hacer de la religión un asunto filosófico-literario.
Este tipo, en apariencia muy seguro de sí mismo, usó palabras elegantes para
disimular las convenciones que avalaba; en el fondo se moría por retorcer un
rosario entre los dedos y persignarse repetidamente de rodillas por temor a
dios. O sea, no era un creyente honesto. ¿O sí? Es que no todos los intelectuales
creyentes pueden ser G.K. Chesterton, Graham Greene, menos Leon Bloy, la
mayoría son sólo pacatos/mochos. De hecho, ni siquiera son intelectuales (no se
confundan: no por decir esto defiendo a los ateos clásicos, esos no son más que
religiosos que le rezan a la materia).
El concepto de alma no es muy interesante. No propone
individualidad, más bien una cápsula. Es intransferible, o sea que es igual de
hermética el alma de un necio que la de un genio. Quizá por eso algunas
religiones la mandaron a parar al cielo y al infierno, nadie sabía muy bien qué
hacer con ella.
Si la pensamos como científicos y no como creyentes, el alma
es una esencia que viene del cosmos, allá incluso ni siquiera tiene ese nombre.
El misterio de la vida es lo que se malentiende por alma y no tiene nada de
religioso, pero, la verdad sea dicha, no hicimos gran cosa para despojarla de
su solemnidad y le dejamos ese nombre que suena a suspiro de beato confundido.
Está pendiente tratar de entender, aunque es probable que no lo entendamos
nunca, qué es la vida, pero hasta no arrancarle ese pegamento de estampita nos
quedaremos varados ahí, en un concepto vacío y poco creativo, mientras el
misterio nos sigue llegando del cosmos y nos traspasa con sus ondas radioactivamente
burlonas.
En lo personal, me resulta más melancólico y desolador
pensar cómo se evaporan los recuerdos de una persona que muere que conjeturar
adónde va su alma. Los recuerdos vienen de la experiencia, y esa sí fue real,
para cada uno de nosotros. La experiencia, luego los recuerdos, es lo más
valioso que tenemos, son la parte más terrenal y humana de… ¿de dónde
exactamente? No quiero decir cerebro, el cerebro, hablando rápido, es la
versión positivista del alma, tampoco la psiquis, término contemporáneo que no
cubre todo como suponen muchos psicoanalistas radicalizados (además, nada cubre
todo. O viceversa).
Diré entonces que los recuerdos son una parte trascendente
de la persona, ilustran su creatividad, su receptividad y su imposibilidad
frente al infinito. Al revés del alma sí pueden compartirse con otros, escribirse,
comentarse, analizarse, formar parte de un imaginario colectivo, y ser capaces
de hacer soñar a personas que nunca experimentarán las vivencias de alguien que
murió diez, cien o mil años atrás, pero que alcanzan a comprenderlas y
enriquecerse con ellas.
Hay un montón de recuerdos que podemos citar de otros -escritores,
filósofos, científicos, la mayoría de las veces de familiares o amigos cercanos-,
que nos ayudan a pensar y evaluar muchas cosas a lo largo del tiempo. Es una aceptación
de la experiencia que va pasando de uno a otro, es individual aunque no privada,
crea un mundo paralelo moral, ético y fantasioso al que somos permeables. No
satisface mucho quizá porque es etéreo, pero no puede ser en vano ya que marca,
y a veces cambia, conductas y pensamientos por completo.
Este misterio me resulta más humano y más misterioso que el
alma. O, en el caso, más gratificante y nutritivo para los habitantes de este
lado del mundo, el de los vivos, aunque los recuerdos de todos estén condenados
a desaparecer y renacer una y otra vez en distintas formas, en distintas
personas…
A continuación un gráfico explicativo de tres tipos de almas
(en rigor, la número dos y tres ya no tendrían el título de alma pero las dejo
así para no complicar tanto las cosas).