domingo, 27 de abril de 2014

LA MUERTE Y SU DRAMATISMO




Es un poco solemne esta entrada, es cierto. Pasó que hace el otro día hablábamos con un amigo del trabajo y del espanto que implica trabajar, y nos dimos cuenta que cuando éramos jóvenes -o más jóvenes que ahora, no quiero sepultarme todavía- hablábamos constantemente del amor y de la muerte, jamás del trabajo. No entendíamos nada ni de una cosa ni de otra, claro. Hoy, veinte años después, seguimos sin entender, por eso hablamos del trabajo, cosa horrible que por desgracia cualquiera entiende. Eso es la madurez, me dicen (me dicen los que trabajan, los otros me miran sin decir nada).


(1)  Para los amigos mexicanos que tienen la suerte de no conocer al execrable conductor
de televisión argentino Marcelo Tinelli, les comento que vendría a ser una especie de Adal Ramones.
No hace lo mismo que Ramones pero el resultado mediático es parecido y, como ustedes saben,
al llegar a ese punto toda la mierda se parece.



Saber que vamos a morir es una de las cosas que más nos domina, nos acongoja, nos cuestiona. Incluso a los que no les importa morir la muerte los rige, porque es en base a lo finito de la existencia que deciden que no les importa. La única certeza, después de haber vivido, es la muerte. Y la muerte, de las dos certezas rimbombantes de esta tierra, es la que no conocemos íntimamente, o que no experimentamos en iguales condiciones que la vida, o sea, con cierta conciencia y a lo largo de cierta línea temporal. La muerte se traga el tiempo -el nuestro, al menos-, y de que es un límite puro y duro no hay duda, pero qué es en sí misma nadie sabe y los que lo saben ya no pueden expresarlo, cosa que nos genera mucho resentimiento. ¡Qué silencio tan despectivo y soberbio nos dedicaron siempre los muertos!


ESTAR Y NO ESTAR

Pero si no sabemos qué es la muerte sí sabemos lo que es no estar. No estábamos antes de nacer y no estaremos después de morir. Borges, que hablaba mucho de dios como figura literaria aunque nadie cree que apostara dos mangos a su posible existencia, cita en una de sus charlas a Lucrecio y su De Rerum Natura, en la que Lucrecio dice que había tiempo infinito antes de que uno naciera y habrá tiempo infinito después de que uno muera, así que, ¿para qué afligirse de no estar?

El asunto es que no estar es una acción que nadie sabe cuánto dura exactamente. Sabemos que la muerte dura para siempre, pero nuestra idea de para siempre es meramente formal, en el fondo no entendemos nada del asunto. Nos la pasamos estando y no estando en un universo hueco, doblado, chanfleado, sin dominar el menor movimiento en el caótico juego de ir y venir. Ir y venir hacia dónde, menos lo sabemos. Quizá por eso parece que nuestra existencia es estática. Es muy posible que lo sea, pero, ¿quién lo admite?

Para engañar a los demás muchas veces decimos, con el pecho inflamado como gallitos, que “le damos para adelante”, cuando no hay adelante comprobable, ni de este lado ni del otro. También se dice que los muertos están bajo tierra, como manera de indicar otro espacio a habitar, cuando los muertos no están abajo ni arriba de nada. O sea que nos seguimos equivocando con las dimensiones, y eso que de alguna manera las descubrimos hace rato. ¿Cómo vamos a filosofar sobre el tiempo y la muerte si no dominamos ni las escasas dimensiones ya inventadas?


REENCARNACIÓN, TRANSMIGRACIÓN, VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE… FORZADAS MANERAS DE NO MORIRSE NUNCA.

Lo dramático es que cuando nacemos ya estamos vivos, y a partir de este desliz involuntario adquirimos erróneas ideas del infinito. Intuimos, o nos enseñan, que el universo es infinito y nos agarramos de eso para creer que nosotros, con un poquito de ayuda, también podríamos serlo. 

Asumir que somos chiquitos y finitos duele, incomoda. Pero, ¿hace falta creer en la vida después de la muerte? Eso es agenciarse un infinito propio, mezquino, territorial, como pagarse un lote en un cementerio privado con anticipación (aunque esto sí sabemos que existirá por más que ya no estemos para verlo, gracias al poder del dinero, capaz de trascender las barreras de la muerte o, en su defecto, de la propiedad). Parece que en estos miles y miles de años lo único que se nos ocurrió para contrarrestar la desaparición fueron dioses, religiones y coartadas inverosímiles, todo por miedo a no estar (otra vez cito al ateo de avanzada Lucrecio, que nos dicta que ya antes no estuvimos y no dolió).

La reencarnación, transmigración y mitos por el estilo suenan entretenidos y tranquilizan pero parecen ejercicios literarios inventados por gente que no leía mucho. La otra inmortalidad, la religiosa, la de la vida después de la muerte en forma de ángel, esa menos tendría que existir porque, a menos que se considere que somos capaces de evolucionar a partir de ser recibidos por el señor, la señora, los señores, o algún ser superior (superior a qué nunca se aclara en los sagrados textos promocionales), seguiríamos siendo los mismos ignorantes que fuimos en vida sólo que ahora medio fantasmales y con el infinito –o la nada- a nuestra caprichosa disposición. 

Sí, nos reencontraríamos con los seres queridos que perdimos, con nuestros animalitos adoptivos, gatos, perros del pasado, ¿y después qué? Nos quedaríamos igual que antes, haciendo nada con todo el tiempo del mundo, nos volveríamos a aburrir junto a nuestros seres queridos como nos pasaba en vida, ellos igual con nosotros, y la ignorancia, que suponíamos se tenía que acabar con la vida finita, vendría para quedarse con nosotros por toda la eternidad. ¿Cómo osaríamos enfrentar a la eternidad con las dos o tres ideas elementales aprendidas durante la breve existencia carnal? ¿Tan soberbios podemos ser? Parece que sí. A veces la soberbia no duele, como el no estar de Lucrecio.


LA ETERNIDAD, DEMASIADA MUJER PARA UNO.

Si fuésemos capaces de vivir eternamente (da igual si es en este lado o el otro, en carne o en espíritu) todo sería todavía más insoportable porque no estamos hechos para durar tanto, no nos da el cuero, ni humana ni intelectualmente. ¿Cómo manejar lo que no termina si todo lo que hacemos tiene fecha de caducidad, incluidas nuestras esperanzas? El aburrimiento humano existe porque sabemos que en algún momento se acaba, si no, no podríamos aburrirnos, sería una paradoja en el universo del no-final. Entretenerse y aburrirse sería lo primero que la inmortalidad borraría del mapa, después el amor y el deseo. Quizá los bancos, la plata y los cheques quedarían en pie durante una buena pila de eones, por costumbre y practicidad de uso.

Seamos sinceros, las propuestas de vida eterna son propuestas de mentes finitas. Lo cierto es que somos y ya no seremos, igual que los que vendrán y los otros que vendrán. Sin esta dramática certeza, ¿cómo haríamos para levantarnos cada día? ¿Cómo haríamos para amar a nuestra pareja? ¿Cómo crearíamos, cómo descubriríamos cosas? Si nos supiéramos inmortales no tendría sentido amar, ni crear ni buscar, alcanzaría con sentarse a esperar, total, el infinito nos traería todo eso algún día hasta nuestra puerta, nomás porque daríamos con él una y otra vez hasta doblegarlo. Las posibilidades de todo serían infinitas, menos la de ejercitar nuestra inteligencia, adormecida por la falta de límites concretos.

Yo creo que si fuésemos inmortales continuaríamos, incluso hoy, siendo auténticos monos, eslabones perdidos sin evolucionar. ¿Para qué evolucionar si vamos a estar siempre? Lo finito es la única, triste y estimulante certeza para nosotros, aunque quizá sea tan misterioso algo que se termina como algo que continúa…
Por eso dios (ah, va con mayúsculas) es tan difícil de representar hasta en la cabeza de sus más devotos seguidores; es un personaje que no desea, no busca, ni siquiera sabe aburrirse. ¿Qué confianza nos puede dar? ¿Qué emociones puede ostentar que lo hagan un ente carismático y no un gerente-dictador de todas las cosas, desde siempre, por siempre, para todos y para todas?

Tanto absoluto lo deja cuasi inválido a nuestros ojos, y me refiero a nuestros ojos creyentes, no a nuestros ojos ateos. Si pudiéramos abarcar el infinito no habría dios, sólo tiempo, espacio, luego no-tiempo y no-espacio. Por desgracia, aunque somos incapaces de abarcar el infinito, igual no hay dios, al pobre le queda grande (¿o chico?) tanto espacio vacío. Dicen que está en todas partes y en todos lados, que es lo mismo que decir que está ausente y nunca estuvo. Y si domina el tiempo domina la nada y domina el nunca, o sea que no existe (esto no es un sofisma, es pura lógica).


SÓLO SE VIVE UNA SOLA VEZ (Y MAL)

Genera vértigo darnos cuenta que todo lo que nos rodea en nuestra vida es trivial, y a la vez esencial, porque es lo único que nos tocó vivir. Marea darse cuenta que hay misterio por todas partes, y marea peor darse cuenta que hay tedio por todas partes. Sin embargo, lo que uno vive es extraordinariamente singular, por más que se parezca a otras millones de vidas, porque nadie más se aburrió, amó, hizo trámites y se angustió igual que uno, que es único aunque sea insignificante, porque uno es uno mismo y nadie más puede ser uno si no es uno mismo. Somos la unidad absoluta dentro de la intrascendencia absoluta. Lo irrepetible dentro de la mediocridad irrepetible.

Estoy convencido que por saber que vamos a desaparecer irremediablemente -como antes tuvimos que vivir irremediablemente- podemos quejarnos con toda justicia del dramatismo real y concreto que es saberse finito. Y no sublime y finito, no, necio y finito. Aun así, la muerte tiene algo bueno: si no estuviera marcándonos el paso a cada minuto, recordándonos el fin de todo, no podríamos vivir la vida con la intensidad que no queremos ponerle y que le ponemos igual. Hasta las vidas más chatas y apagadas tienen intensidad, no porque en esas vidas pase algo interesante, sino porque justamente no pasa nada, y que no pase nada significa malgastar la vida, que es única, y eso de por sí es intenso; es vivir sabiendo que se degrada lo más preciado que uno posee, aunque la gente aburrida lo niegue y haga de la rutina una idea distorsionada del infinito, simulando eternizarse por medio de la repetición.

Bueno, creo que en este texto demasiado largo (pero finito, al fin) aclaré cosas importantes, reveladoras y eché luz sobre lo negro, cosa que por desgracia da lo mismo porque el negro se traga la luz, pero bueh, todo no se puede. Además, recuerden que todo es lo mismo que nada. Ahora interrumpo porque tengo que ir a pagar la luz y el gas al banco y después al supermercado, todas actividades ultrafinitas que me distraerán de la eternidad que me espera en algún punto del futuro y que me dejará demasiado mudo para contarles a ustedes cómo se siente la nada en el cuerpo que ya no tendré. Cuando llegue el momento resentirán mi silencio burlón, ya verán…



1 comentario:

S.C. dijo...

Tiene eso de lo sublime en la tradición, el temor reverente