viernes, 13 de septiembre de 2019

JOSE LUIS BOBADILLA

Sobremesa con el Boba en una visita que nos hizo en Buenos Aires. 2014.



Siempre me cuesta escribir sobre alguien cercano que muere. Incuso me cuesta decir que alguien “murió”, digo muere porque prefiero dejar a los que se fueron en eterno presente, para mí están vivos. No acepto a la muerte; sé que es natural, es parte de la vida y no la cuestiono, sólo que con ciertas personas la interpreto como una interrupción, molesta y trágica. También sé que muchas veces es uno el que atrae a la muerte, la llamamos sin que haya merodeado ni una vez nuestra puerta y eso no es responsabilidad de nadie más que nuestra. Pero eso no cambia nada, en el fondo. También sé que las palabras nunca sobran del todo para hablar de los buenos amigos que se fueron, y José Luis Bobadilla es uno de ellos.

Hablaré de lo que más recuerdo, o lo que más valoro de él (otros/as dirán otras cosas). Sentía a la narrativa y a la poesía como algo orgánico, en movimiento. No lo decía y no hacía falta, se percibía en su manera de referirse a la literatura, su gran pasión. Fue un gran lector, minucioso y a la vez expansivo. Cuando hablábamos de literatura la charla nunca desembocaba en análisis sesudos o impostados. Eso, que suena a cosa fácil, no lo es en absoluto y es muy difícil de encontrar entre escritores/as. No había profesionalismo en las discusiones y peleábamos a veces como verdaderos futboleros en defensa de tal o cual autor/a sin invalidar el gusto del otro. La idea era agregar algo sobre la gente que admirábamos, supongo.

A raíz de esta pasión es que abrió las puertas de su casa a escritores/as y editores/as, músicos/as, artistas plásticos; a tal punto que sus asados se volvieron famosos por la variedad y colorida fauna de locales y visitantes del arte. Gracias a que la música, las risas y el alcohol iban y venían nunca se volvió tedioso el ambiente. Fueron muchísimas las tardes, las noches, que caían sobre las mesas y las sobremesas sin hacer mella en las charlas y en las ganas de pasarla bien.

José Luis mantuvo -con total conciencia y dedicación- su casa abierta de manera constante. Recibía, alojaba y promovía a narradores y poetas. Uno podía conocer a un editor chileno, a una autora boliviana, a un poeta peruano y reencontrarse con amigos y amigas en un mismo asado y en un mismo día, lo que era como un pequeño milagro. Le gustaba la polémica y a propósito lanzaba la primera piedra discutiendo sobre tal o cual autor/a. Nunca se enojaba aunque le criticaran a sus favoritos. Otros, más infantiles, (como yo) nos calentábamos un rato para aflojar después y abandonar el enojo con una risa conciliadora. Más allá de su gusto por ser anfitrión creo que retomó esa práctica hoy casi perdida de reunir artistas (suena pomposa esa frase, la digo igual), presentarlos, darles un espacio propio. No encontré eso en Argentina y no volví a encontrarlo en México. Reconozco que soy un poco ermitaño, un poco tímido, pero justamente José Luis se cuidaba de invitar a ermitaños/as también, y eso nunca se lo voy a dejar de agradecer.

Por eso decía antes que su pasión por la literatura era genuina: no se limitaba únicamente a los textos sino a la gente, a los trabajadores de la palabra, de la edición, de la traducción, buscaba su presencia y la requería. O sea, buscaba lo vital en la literatura, su parte activa y latente.
Quizá señalar esta cualidad suya sea una de las mejores cosas que se puedan decir de un escritor, que además era un amigo verdadero y generoso.

Se te va a extrañar mucho y estoy seguro que vos lo sabías perfectamente, carajo.

Hasta siempre, José Luis.

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