Un
sábado a la noche, hace un par de años, me reuní con un grupo de amigos para
ver una pelea de box muy esperada. Vinieron algunos invitados extras, compañeros
de trabajo de alguien. Uno de ellos, tipo formal, controlador de su aspecto y
maneras aunque no de su cerebro y boca, se puso a criticar al boxeo desde el
vamos como un asunto de brutos y un comercio entre personas (sic). Entre risas,
lo mandamos a callar pero se cebó, y eso que el combate principal ni siquiera había
empezado. Un rato después, terminadas las peleas de fondo que, seamos sinceros,
uno ve de reojo y como mero precalentamiento, la pelea arrancó intensa, implacable, y así siguió, arreciando en
cada round. Por desgracia, las críticas del amigo desconocido arreciaban peor.
Iban y venían guantazos y diatribas a la par. A los que sí queríamos ver la
pelea nos dolían los dos por igual, creo que peor las diatribas.
En un
momento le dijimos que se fuera si tanto le molestaba el boxeo. Pero el amigo
desconocido, como si se quedara para hacer un llamado a la moral, sentenció que
los que veían peleas eran pasivos agresivos, y que los infelices que se mataban
arriba del ring eran engañados por sus managers, que se aprovechaban de la
pobreza de sus orígenes. Le pregunté si tenía alguna frase original para
criticar al boxeo o sólo recurriría a lugares comunes. El chabón, incólume, afirmó
que lo que decía era cierto. Le conté que los boxeadores que estaba viendo
habían trabajado toda su vida en gimnasios y aprendido el box como un artista aprende
su oficio. Fui demasiado fino, al parecer, porque se me rio en la cara al
comparar un artista con un boxeador. Le dije, para buscar la veta de la plata,
a ver si lo conmovía con eso, que cada uno se llevaba una bolsa de muchos millones.
El tipo puso cara de indignado y dijo que “el comercio no tiene límites”. Otro
amigo lo miró con ganas de ejercer el comercio de piñazos en su cara pero lo
frenamos, tampoco era cuestión de quedar como trogloditas frente a un ser tan
elevado.
Lo
que más me hizo ruido era que este tipo era un oficinista de toda la vida; viajaba
cada mañana hacinándose en el tren desde la provincia hasta un edificio en el
microcentro porteño, y pasaba todo su día en un cuarto lleno de papeles y
archivos virtuales, movido por órdenes e intereses de otros. Ahorraba de a peso
y soñaba poder, algún día, ascender a otro cuarto, más grande, con más archivos
virtuales y mejor sueldo. Pasarían los años y él seguiría resolviendo problemas
de otros sin dar nunca nada personal (si tenía algo personal para dar es otro asunto).
Su único miedo era que lo echaran alguna vez por recorte de personal, lo demás
no importaba, y lo demás era la vida entera. Ese mismo tipo acusaba de
manipulados a los boxeadores.
Al
margen de este espécimen, común y abundante en la fauna laboral, las frases
remanidas sobre el boxeo persisten. Es lógico que a mucha gente no le guste,
pero los prejuicios son otra cosa. Se dice que los boxeadores son efecto de la
pobreza y la necesidad, nunca efecto del talento o de una legítima capacidad
deportiva. Los “golpes de la vida” los llevan al ring y después,
irremediablemente, los hacen caer. Si es así, qué suerte para los pobres, significa
que la vida los puede despertar. En cambio, un empleado administrativo clase
media nunca será boxeador en la arena de su propia existencia. Tiene la mala
suerte de que los golpes, tanto o más letales que los que reciben los pobres,
se los dan en dosis bien disimuladas. Le hacen tragar diez onzas cargadas de moralinas,
engaños y falsos estímulos de crecimiento, y tan bien disimuladas están que se
tragan el nocaut entero sin que le tiemblen las piernas.
Lo
que sí se podría decir, sin criticar la esencia del boxeo pero siendo
realistas, es lo que sabiamente me comentó un día un boxeador mexicano,
veterano recio y oriundo de Tepito, barrio clásico de boxeadores, que hasta
participaba de peleas clandestinas sin guantes, en donde todos dejaban su cara
y sangre en el cemento (no había ring, nomás una esquina de calle); él, que amaba
el boxeo con todo su cuerpo y alma, me dijo: “el boxeo no es deporte, es circo.
Un deporte no se puede basar en lastimar al otro”.
Y de
paso, para no hacer quedar tan mal al humanista que nos arruinó la pelea aquel
sábado, ya que en el fondo creía estar haciéndonos un bien, me enteré por uno
de mis amigos que hace poco se casó por iglesia, hizo un festejo en Castelar,
compró un auto usado y su esposa acaba de tener un hijo.
2 comentarios:
Es verdad que hay algo de atávico en ver a dos tipos dándose de madrazos como forma de entretenimiento.
También creo que hay algo más que el circo en la práctica del box. En los gimnasios que he visitado -sólo como testigo, nunca como practicante- he encontrado una dinámica extraña entre los entrenados, que no podría describir cabalmente. Se parece a la camaradería, pero es más profunda que eso. También hay orgullo y una dignificación que es producto de la disciplina, del sacrificio, incluso de la sangre y los moretes. Ningún oficinista lo entendería; yo tampoco lo entiendo, pero definitivamente lo respeto. Mucho.
Y como dices, ningún boxeador parece estar ahí a la fuerza y todos son conscientes de que en el ring van a recibir trancazos, no bombones ni colaciones.
Los toros en la arena, esos sí son otro asunto...
Un abrazo
VS
(Checa tu correo, porfas)
¡Qué ganas de joder el tipo!
Se merecía una buena piña!!!
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